Porque Putin es tan popular
Por Jean Radvanyi
La permanencia de Vladimir Putin en el gobierno por más de una década se explica en parte por el rápido crecimiento económico apoyado en la recuperación del control de la renta sobre las materias primas, pero también por la consolidación de un régimen que dificultó la emergencia de la oposición.
El amplio apoyo de la opinión pública rusa a quien dirige el país desde hace ya muchos años provoca diversas interpretaciones en Occidente. Para algunos resurgen los viejos tópicos, en primer lugar la supuesta incapacidad casi genética de los rusos de transitar el camino de la democracia y de prescindir de un poder autoritario.
Otros invocan el recurso del poder a diversos mecanismos de coerción que, cuestionando los frágiles y contradictorios logros del período de Boris Yeltsin, explicarían la marginación de la oposición. Volveremos luego sobre estos mecanismos que los rusos denominan, con un bello eufemismo, la “democracia dirigida”. Sin embargo, no podría comprenderse el actual nivel de adhesión de los rusos a su Presidente sin tener en cuenta otros factores fundamentales, que marcan la reciente evolución de Rusia.
El temor al enemigo
Cuando Vladimir Putin accedió al poder, a fines de 1999, primero como Primer Ministro, luego, en marzo de 2000, como Presidente, Rusia vivía una profunda desestabilización. Las caóticas reformas implementadas por Yeltsin habían debilitado al Estado, al punto que éste dejó de ejercer el conjunto de sus funciones soberanas: numerosas regiones y repúblicas poseían su propia legislación, que contradecía –en cuestiones a menudo importantes– a las instituciones federales.
En muchos casos, gobernadores y presidentes locales se arrogaron la designación de los responsables regionales de administraciones clave como el fisco, las aduanas o el Ministerio del Interior, alentando así prácticas de corrupción o de nepotismo.
Al mismo tiempo, el Estado vio cuestionado el control que ejercía sobre su principal fuente de ingresos: el beneficio de la renta sobre las materias primas. Diversos mecanismos legales o ilegales (cesión de activos a empresas fantasma off-shore, multiplicación de intermediarios financieros que facilitaban la evasión de ganancias, etc.) permitieron a las grandes empresas rusas creadas en el marco de las oscuras privatizaciones de la era yeltsiniana –ya sean privadas como Yukos o mixtas como Gazprom– evadir en gran medida impuestos y tasas, privando al Estado de todo margen de maniobra financiera.
Para muchos observadores, lo que estaba en peligro era el propio funcionamiento de la Federación. Muchos rusos consideraban que su país corría el verdadero riesgo, si no de estallar, en todo caso de perder definitivamente sus últimas oportunidades de resurgir.
Esta sensación de desmoronamiento se extendía tanto más cuanto que el contexto internacional resultaba muy particular: Estados Unidos y sus aliados atlánticos libraban una ofensiva sin precedentes para reducir la influencia de Moscú en todo su espacio tradicional. Elaborada muy tempranamente por algunos asesores estadounidenses, esta estrategia apuntaba explícitamente a rechazar –roll back– la influencia rusa. Se basaba en los efectos desastrosos de la política chechena del Kremlin y en las torpes presiones, militares o económicas, que este último seguía ejerciendo sobre sus vecinos. Buscaba así reforzar la imagen negativa de Rusia, al punto de que algunos observadores no dudaban en hablar de rusofobia.
Lejos de responder positivamente a los gestos de buena voluntad dados por el jefe de Estado ruso después del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos los consideró señales de debilidad y reforzó su presencia en toda esta zona, incluso con las “revoluciones de colores” en Georgia y Ucrania.
Además de una creciente intervención en los ámbitos diplomático y militar, los estadounidenses utilizaron todo tipo de instrumentos de influencia, desde las iglesias y las sectas hasta las organizaciones no gubernamentales locales. Y cuando no podían hacerlo ellos mismos directamente, no dudaban en financiar a estas últimas a través de diversos organismos internacionales, e incluso programas de la Comisión Europea.
Ahora bien, aunque resultara ciertamente legítimo ayudar a estos jóvenes Estados independientes a emanciparse de su molesto vecino, la nueva política estadounidense –y en gran medida europea– implicaba considerar que Rusia ya no tiene intereses propios ni en Europa del Este ni en torno al Mar Caspio.
En este contexto, a los dirigentes rusos, más allá del partido en el poder, les resultó muy fácil persuadir a la opinión pública de su país de que Estados Unidos –con el consentimiento tácito de la Unión Europea– buscaba debilitar irreversiblemente a Rusia. Se trataba, explicaban, de reducirla a un papel secundario como país proveedor de algunas materias primas, cuya explotación, por añadidura, sólo podría hacerse gracias a la participación de las grandes compañías occidentales.
Sin duda este temor al caos fue deliberadamente exagerado por algunos sectores cercanos al Kremlin con el fin de facilitar la recuperación del control. Pero para comprender a la vez las medidas implementadas a partir del 2000, y su aceptación por parte de un amplio sector de la población rusa, es necesario conocer la dimensión de este temor, profundamente arraigado en una opinión pública traumatizada por las sucesivas crisis de los años 90 y el debilitamiento de su país en la arena internacional.
Reconstrucción patriótica
En el campo de la política interior, la acción del nuevo Presidente se ejerció principalmente a partir de cuatro ejes: se trató a la vez de retomar el control de la renta sobre las materias primas, de reconstruir la industria rusa y de reinstaurar el campo institucional ruso en las regiones, dotándose al mismo tiempo de una mayoría política estable.
Diversos, a menudo brutales, los métodos utilizados combinaron frío pragmatismo con instrumentalización de las disparidades. Todos se inscribían en una retórica de reconstrucción patriótica que encontró amplia aceptación en la opinión pública. Es sobre este terreno que Putin podía justificar la “guerra sucia” llevada a cabo en Chechenia.
Apoyándose en los “superprefectos” designados a partir de mayo de 2000, el Kremlin retomó el control de las administraciones regionales, obligando a los presidentes de repúblicas y gobernadores de regiones –a quienes privó de su inmunidad parlamentaria– a respetar las leyes y las normas presupuestarias y fiscales federales.
A partir de 2004, pasó a designárselos bajo propuesta del Kremlin. De ser necesario, la administración presidencial seducía a los líderes regionales potencialmente críticos (como Yuri Lujkov, alcalde de Moscú entre 1992 y 2010) con algunas concesiones, como la promesa de permanecer en sus cargos. Sin embargo, no dudaba en forzar la renuncia o accionar judicialmente contra quienes continuaran resistiéndose.
En julio de 2000, el Presidente convocó al Kremlin a veintiún oligarcas y los obligó a tomar una decisión: si no querían que la administración escarbara en su pasado, debían apoyar el esfuerzo del gobierno por la recuperación del país absteniéndose de intervenir en el campo político. Aquellos que no aceptaron fueron rápidamente desplazados: tres debieron incluso exiliarse (Boris Berezovski, Vladimir Gussinski y Mijail Chernoi). Un sector de la prensa rusa recordó al pasar el origen judío de varios de ellos.
Y la detención de Mijail Jodorkovski, dueño de Yukos, ilustró la determinación del Kremlin. Este magnate del petróleo acababa de anunciar en los medios de comunicación su intención de vender el 40% de las acciones de Yukos a la estadounidense Exxon-Mobil y presentarse en las próximas elecciones presidenciales. Fue condenado por fraude a nueve años de prisión, y su grupo desmantelado. Era el comienzo de la reorganización de la industria, que vería a la administración presidencial reafirmar su preeminencia en todos los sectores estratégicos, desde los hidrocarburos al nuclear, pasando por el armamento y las nuevas tecnologías.
Sin embargo, no se trató de una reestatización o de un retorno al sovietismo. En un oscuro contexto, la economía rusa se volvió realmente capitalista. Si bien los grandes grupos nacionales controlados por el Estado dominan los sectores estratégicos (algunos públicos, otros privados, aceptando a menudo una participación extranjera con la condición de que sea minoritaria), la mayor parte de las empresas y los servicios siguen siendo privados y abiertos al mundo como sin duda jamás lo fueron en Rusia.
El objetivo perseguido por el Kremlin era pues muy diferente: se buscaba, basándose en los elevados precios del crudo, reconstruir una industria diversificada y rentable, con grupos rusos capaces de competir en el terreno con las multinacionales occidentales. Los efectos de esta política, en el contexto de la suba de los hidrocarburos, fueron sorprendentes: en 2006, por primera vez, el Producto Interno Bruto ruso recuperó su nivel anterior a 1991, y los ingresos promedio del país se incrementaron considerablemente. Sin duda allí reside, junto con la estabilidad institucional recuperada, la clave de la popularidad del presidente Putin.
Sin embargo, lejos de ello, no todos los rusos se beneficiaron de este crecimiento. Y la opinión pública no acepta todos los sacrificios que el poder le exige: prueba de ello es la gran ola de manifestaciones contra la reforma previsional que tuvo lugar a comienzos de 2005, que perjudicaba a los sectores más débiles: jubilados, pequeños funcionarios. El gobierno debió entonces modificar su política social...
Debilidades y contradicciones
Al recibir a un grupo de expertos de Rusia (en septiembre de 2007), el titular del Kremlin declaraba que, según él, “la democracia y el multipartidismo seguían siendo los únicos garantes de una verdadera estabilidad de Rusia en el largo plazo”, y afirmaba sostener, por ejemplo, la idea de la creación de un verdadero partido socialdemócrata.
Pero agregaba inmediatamente que la implementación de este multipartidismo “llevaría décadas”. Muchos dirigentes políticos, incluso en la oposición, comparten esta apreciación, que refleja una profunda duda respecto de la madurez del electorado.
En la práctica, la administración presidencial modificó profundamente el ejercicio de la democracia estos últimos años, tornando más difícil la inscripción de los partidos y asociaciones (particularmente, las organizaciones no gubernamentales, sospechadas de ser sensibles a las influencias occidentales), o reformando la ley electoral para suprimir la elección de diputados por circunscripción (que permitía a los líderes de la oposición ser elegidos aun cuando su partido no superara, en el sistema de representación proporcional, el umbral eliminatorio del 7%).
El control sobre los medios de comunicación –al punto de que el principal canal, ORT, ya no invita a opositores críticos a los debates– limita la libre expresión de opiniones a una o dos radios de audiencia reducida (especialmente, Eco Moscú) y a la prensa, cuyos lectores disminuyeron desde el fin de la URSS.
Más preocupante aún resulta el clima de presiones e intimidaciones que sofoca la expresión de movimientos considerados perturbadores. Especialmente el caso de las manifestaciones de “La Otra Rusia”, reprimidas por la policía o los Nashi (“Los Nuestros”, la organización de jóvenes creada por el Kremlin).
También en este terreno, la sociedad rusa sigue siendo brutal y, aun cuando ninguna estructura oficial estuviera directamente implicada en el asesinato de los periodistas Anna Politkovskaia o Yuri Shchekochijin, la impunidad de los asesinos de periodistas, empresarios o directores de diversos niveles revela las debilidades estructurales del Estado: corrupción latente de los servicios de seguridad, ausencia de separación entre los poderes Ejecutivo y Judicial, laxismo respecto de los grupos extremistas, en particular xenófobos o skinheads.
Los rusos nos invitan a tener en cuenta las dificultades de su camino hacia una mayor democracia y su breve experiencia en materia de reformas, desde la abolición del papel dominante del partido único en 1988 y el estallido de la URSS en 1991. El hecho de que unas elecciones se desarrollen normalmente en este país significa un verdadero progreso.
Pero en muchos aspectos, la “democracia dirigida” parece un eufemismo cómodo: debería más bien hablarse de “democracia manipulada”, ya que el poder no duda en atraer a los representantes de la oposición sensibles a la asignación de puestos o privilegios, y se multiplican los vínculos personales –e incluso familiares– entre los mundos político y económico, mientras los representantes de la oposición son sistemáticamente marginados.
El actual jefe de Estado insistió en la necesidad de una amplia mayoría y de una presidencia fuerte para completar la estabilización del país y devolverle el lugar que reivindica en la arena internacional. Nadie duda de que alcance ambos objetivos con el consentimiento de la gran mayoría de la población, sensible a los logros de los últimos años. Sin embargo, este sistema político bajo control no podrá perdurar eternamente.
El primer obstáculo reside en la pauperización real de un tercio de la población (según las estadísticas oficiales), abandonado a su suerte por una sociedad dual, con contrastes exacerbados, a pesar del crecimiento recuperado. Estos estratos no se caracterizan por un alto grado de organización pero, tal como se vio en el invierno boreal de 2005, pueden manifestarse con fuerza.
El otro obstáculo reside en la creciente contradicción entre el modo autoritario de ejercicio del poder y la lógica liberal del sistema económico y social. Hasta el momento, el Kremlin se abstuvo de limitar logros tan preciados y nuevos como la libertad de circular y comerciar en el exterior (para aquellos que tienen los medios para hacerlo, por supuesto, aunque sean cada vez más numerosos), informarse a través de internet o incluso enviar a sus hijos a cualquier parte del mundo.
En un país hoy ampliamente abierto, la retórica patriótica, las limitaciones al funcionamiento de los partidos y las asociaciones, el control burocrático de las empresas corren el gran riesgo de convertirse rápidamente en obstáculos objetivos al propio crecimiento. Y de mostrarse ante un creciente número de ciudadanos rusos como lo que son: visiones y restricciones administrativas heredadas del sistema soviético.
La permanencia de Vladimir Putin en el gobierno por más de una década se explica en parte por el rápido crecimiento económico apoyado en la recuperación del control de la renta sobre las materias primas, pero también por la consolidación de un régimen que dificultó la emergencia de la oposición.
El amplio apoyo de la opinión pública rusa a quien dirige el país desde hace ya muchos años provoca diversas interpretaciones en Occidente. Para algunos resurgen los viejos tópicos, en primer lugar la supuesta incapacidad casi genética de los rusos de transitar el camino de la democracia y de prescindir de un poder autoritario.
Otros invocan el recurso del poder a diversos mecanismos de coerción que, cuestionando los frágiles y contradictorios logros del período de Boris Yeltsin, explicarían la marginación de la oposición. Volveremos luego sobre estos mecanismos que los rusos denominan, con un bello eufemismo, la “democracia dirigida”. Sin embargo, no podría comprenderse el actual nivel de adhesión de los rusos a su Presidente sin tener en cuenta otros factores fundamentales, que marcan la reciente evolución de Rusia.
El temor al enemigo
Cuando Vladimir Putin accedió al poder, a fines de 1999, primero como Primer Ministro, luego, en marzo de 2000, como Presidente, Rusia vivía una profunda desestabilización. Las caóticas reformas implementadas por Yeltsin habían debilitado al Estado, al punto que éste dejó de ejercer el conjunto de sus funciones soberanas: numerosas regiones y repúblicas poseían su propia legislación, que contradecía –en cuestiones a menudo importantes– a las instituciones federales.
En muchos casos, gobernadores y presidentes locales se arrogaron la designación de los responsables regionales de administraciones clave como el fisco, las aduanas o el Ministerio del Interior, alentando así prácticas de corrupción o de nepotismo.
Al mismo tiempo, el Estado vio cuestionado el control que ejercía sobre su principal fuente de ingresos: el beneficio de la renta sobre las materias primas. Diversos mecanismos legales o ilegales (cesión de activos a empresas fantasma off-shore, multiplicación de intermediarios financieros que facilitaban la evasión de ganancias, etc.) permitieron a las grandes empresas rusas creadas en el marco de las oscuras privatizaciones de la era yeltsiniana –ya sean privadas como Yukos o mixtas como Gazprom– evadir en gran medida impuestos y tasas, privando al Estado de todo margen de maniobra financiera.
Para muchos observadores, lo que estaba en peligro era el propio funcionamiento de la Federación. Muchos rusos consideraban que su país corría el verdadero riesgo, si no de estallar, en todo caso de perder definitivamente sus últimas oportunidades de resurgir.
Esta sensación de desmoronamiento se extendía tanto más cuanto que el contexto internacional resultaba muy particular: Estados Unidos y sus aliados atlánticos libraban una ofensiva sin precedentes para reducir la influencia de Moscú en todo su espacio tradicional. Elaborada muy tempranamente por algunos asesores estadounidenses, esta estrategia apuntaba explícitamente a rechazar –roll back– la influencia rusa. Se basaba en los efectos desastrosos de la política chechena del Kremlin y en las torpes presiones, militares o económicas, que este último seguía ejerciendo sobre sus vecinos. Buscaba así reforzar la imagen negativa de Rusia, al punto de que algunos observadores no dudaban en hablar de rusofobia.
Lejos de responder positivamente a los gestos de buena voluntad dados por el jefe de Estado ruso después del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos los consideró señales de debilidad y reforzó su presencia en toda esta zona, incluso con las “revoluciones de colores” en Georgia y Ucrania.
Además de una creciente intervención en los ámbitos diplomático y militar, los estadounidenses utilizaron todo tipo de instrumentos de influencia, desde las iglesias y las sectas hasta las organizaciones no gubernamentales locales. Y cuando no podían hacerlo ellos mismos directamente, no dudaban en financiar a estas últimas a través de diversos organismos internacionales, e incluso programas de la Comisión Europea.
Ahora bien, aunque resultara ciertamente legítimo ayudar a estos jóvenes Estados independientes a emanciparse de su molesto vecino, la nueva política estadounidense –y en gran medida europea– implicaba considerar que Rusia ya no tiene intereses propios ni en Europa del Este ni en torno al Mar Caspio.
En este contexto, a los dirigentes rusos, más allá del partido en el poder, les resultó muy fácil persuadir a la opinión pública de su país de que Estados Unidos –con el consentimiento tácito de la Unión Europea– buscaba debilitar irreversiblemente a Rusia. Se trataba, explicaban, de reducirla a un papel secundario como país proveedor de algunas materias primas, cuya explotación, por añadidura, sólo podría hacerse gracias a la participación de las grandes compañías occidentales.
Sin duda este temor al caos fue deliberadamente exagerado por algunos sectores cercanos al Kremlin con el fin de facilitar la recuperación del control. Pero para comprender a la vez las medidas implementadas a partir del 2000, y su aceptación por parte de un amplio sector de la población rusa, es necesario conocer la dimensión de este temor, profundamente arraigado en una opinión pública traumatizada por las sucesivas crisis de los años 90 y el debilitamiento de su país en la arena internacional.
Reconstrucción patriótica
En el campo de la política interior, la acción del nuevo Presidente se ejerció principalmente a partir de cuatro ejes: se trató a la vez de retomar el control de la renta sobre las materias primas, de reconstruir la industria rusa y de reinstaurar el campo institucional ruso en las regiones, dotándose al mismo tiempo de una mayoría política estable.
Diversos, a menudo brutales, los métodos utilizados combinaron frío pragmatismo con instrumentalización de las disparidades. Todos se inscribían en una retórica de reconstrucción patriótica que encontró amplia aceptación en la opinión pública. Es sobre este terreno que Putin podía justificar la “guerra sucia” llevada a cabo en Chechenia.
Apoyándose en los “superprefectos” designados a partir de mayo de 2000, el Kremlin retomó el control de las administraciones regionales, obligando a los presidentes de repúblicas y gobernadores de regiones –a quienes privó de su inmunidad parlamentaria– a respetar las leyes y las normas presupuestarias y fiscales federales.
A partir de 2004, pasó a designárselos bajo propuesta del Kremlin. De ser necesario, la administración presidencial seducía a los líderes regionales potencialmente críticos (como Yuri Lujkov, alcalde de Moscú entre 1992 y 2010) con algunas concesiones, como la promesa de permanecer en sus cargos. Sin embargo, no dudaba en forzar la renuncia o accionar judicialmente contra quienes continuaran resistiéndose.
En julio de 2000, el Presidente convocó al Kremlin a veintiún oligarcas y los obligó a tomar una decisión: si no querían que la administración escarbara en su pasado, debían apoyar el esfuerzo del gobierno por la recuperación del país absteniéndose de intervenir en el campo político. Aquellos que no aceptaron fueron rápidamente desplazados: tres debieron incluso exiliarse (Boris Berezovski, Vladimir Gussinski y Mijail Chernoi). Un sector de la prensa rusa recordó al pasar el origen judío de varios de ellos.
Y la detención de Mijail Jodorkovski, dueño de Yukos, ilustró la determinación del Kremlin. Este magnate del petróleo acababa de anunciar en los medios de comunicación su intención de vender el 40% de las acciones de Yukos a la estadounidense Exxon-Mobil y presentarse en las próximas elecciones presidenciales. Fue condenado por fraude a nueve años de prisión, y su grupo desmantelado. Era el comienzo de la reorganización de la industria, que vería a la administración presidencial reafirmar su preeminencia en todos los sectores estratégicos, desde los hidrocarburos al nuclear, pasando por el armamento y las nuevas tecnologías.
Sin embargo, no se trató de una reestatización o de un retorno al sovietismo. En un oscuro contexto, la economía rusa se volvió realmente capitalista. Si bien los grandes grupos nacionales controlados por el Estado dominan los sectores estratégicos (algunos públicos, otros privados, aceptando a menudo una participación extranjera con la condición de que sea minoritaria), la mayor parte de las empresas y los servicios siguen siendo privados y abiertos al mundo como sin duda jamás lo fueron en Rusia.
El objetivo perseguido por el Kremlin era pues muy diferente: se buscaba, basándose en los elevados precios del crudo, reconstruir una industria diversificada y rentable, con grupos rusos capaces de competir en el terreno con las multinacionales occidentales. Los efectos de esta política, en el contexto de la suba de los hidrocarburos, fueron sorprendentes: en 2006, por primera vez, el Producto Interno Bruto ruso recuperó su nivel anterior a 1991, y los ingresos promedio del país se incrementaron considerablemente. Sin duda allí reside, junto con la estabilidad institucional recuperada, la clave de la popularidad del presidente Putin.
Sin embargo, lejos de ello, no todos los rusos se beneficiaron de este crecimiento. Y la opinión pública no acepta todos los sacrificios que el poder le exige: prueba de ello es la gran ola de manifestaciones contra la reforma previsional que tuvo lugar a comienzos de 2005, que perjudicaba a los sectores más débiles: jubilados, pequeños funcionarios. El gobierno debió entonces modificar su política social...
Debilidades y contradicciones
Al recibir a un grupo de expertos de Rusia (en septiembre de 2007), el titular del Kremlin declaraba que, según él, “la democracia y el multipartidismo seguían siendo los únicos garantes de una verdadera estabilidad de Rusia en el largo plazo”, y afirmaba sostener, por ejemplo, la idea de la creación de un verdadero partido socialdemócrata.
Pero agregaba inmediatamente que la implementación de este multipartidismo “llevaría décadas”. Muchos dirigentes políticos, incluso en la oposición, comparten esta apreciación, que refleja una profunda duda respecto de la madurez del electorado.
En la práctica, la administración presidencial modificó profundamente el ejercicio de la democracia estos últimos años, tornando más difícil la inscripción de los partidos y asociaciones (particularmente, las organizaciones no gubernamentales, sospechadas de ser sensibles a las influencias occidentales), o reformando la ley electoral para suprimir la elección de diputados por circunscripción (que permitía a los líderes de la oposición ser elegidos aun cuando su partido no superara, en el sistema de representación proporcional, el umbral eliminatorio del 7%).
El control sobre los medios de comunicación –al punto de que el principal canal, ORT, ya no invita a opositores críticos a los debates– limita la libre expresión de opiniones a una o dos radios de audiencia reducida (especialmente, Eco Moscú) y a la prensa, cuyos lectores disminuyeron desde el fin de la URSS.
Más preocupante aún resulta el clima de presiones e intimidaciones que sofoca la expresión de movimientos considerados perturbadores. Especialmente el caso de las manifestaciones de “La Otra Rusia”, reprimidas por la policía o los Nashi (“Los Nuestros”, la organización de jóvenes creada por el Kremlin).
También en este terreno, la sociedad rusa sigue siendo brutal y, aun cuando ninguna estructura oficial estuviera directamente implicada en el asesinato de los periodistas Anna Politkovskaia o Yuri Shchekochijin, la impunidad de los asesinos de periodistas, empresarios o directores de diversos niveles revela las debilidades estructurales del Estado: corrupción latente de los servicios de seguridad, ausencia de separación entre los poderes Ejecutivo y Judicial, laxismo respecto de los grupos extremistas, en particular xenófobos o skinheads.
Los rusos nos invitan a tener en cuenta las dificultades de su camino hacia una mayor democracia y su breve experiencia en materia de reformas, desde la abolición del papel dominante del partido único en 1988 y el estallido de la URSS en 1991. El hecho de que unas elecciones se desarrollen normalmente en este país significa un verdadero progreso.
Pero en muchos aspectos, la “democracia dirigida” parece un eufemismo cómodo: debería más bien hablarse de “democracia manipulada”, ya que el poder no duda en atraer a los representantes de la oposición sensibles a la asignación de puestos o privilegios, y se multiplican los vínculos personales –e incluso familiares– entre los mundos político y económico, mientras los representantes de la oposición son sistemáticamente marginados.
El actual jefe de Estado insistió en la necesidad de una amplia mayoría y de una presidencia fuerte para completar la estabilización del país y devolverle el lugar que reivindica en la arena internacional. Nadie duda de que alcance ambos objetivos con el consentimiento de la gran mayoría de la población, sensible a los logros de los últimos años. Sin embargo, este sistema político bajo control no podrá perdurar eternamente.
El primer obstáculo reside en la pauperización real de un tercio de la población (según las estadísticas oficiales), abandonado a su suerte por una sociedad dual, con contrastes exacerbados, a pesar del crecimiento recuperado. Estos estratos no se caracterizan por un alto grado de organización pero, tal como se vio en el invierno boreal de 2005, pueden manifestarse con fuerza.
El otro obstáculo reside en la creciente contradicción entre el modo autoritario de ejercicio del poder y la lógica liberal del sistema económico y social. Hasta el momento, el Kremlin se abstuvo de limitar logros tan preciados y nuevos como la libertad de circular y comerciar en el exterior (para aquellos que tienen los medios para hacerlo, por supuesto, aunque sean cada vez más numerosos), informarse a través de internet o incluso enviar a sus hijos a cualquier parte del mundo.
En un país hoy ampliamente abierto, la retórica patriótica, las limitaciones al funcionamiento de los partidos y las asociaciones, el control burocrático de las empresas corren el gran riesgo de convertirse rápidamente en obstáculos objetivos al propio crecimiento. Y de mostrarse ante un creciente número de ciudadanos rusos como lo que son: visiones y restricciones administrativas heredadas del sistema soviético.
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