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…determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común;

es decir, por el bien de todos y cada uno,ya que todos somos verdaderamente responsables de todos.

La solidaridad es uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y política, y constituye el fin y el motivo primario del valor de la organización social. Su importancia es radical para el buen desarrollo de una doctrina social sana, y es de singular interés para el estudio del hombre en sociedad y de la sociedad misma.

Junto con los de autoridad, personalidad, subsidiaridad y bien común, la solidaridad es uno de los principios de la filosofía social. Se entiende por regla general que, sin estos cinco principios, la sociedad no funciona bien ni se encamina hacia su verdadero fin.

Presentamos aquí el principio de solidaridad.

   1.

      La palabra solidaridad proviene del sustantivo latín soliditas, que expresa la realidad homogénea de algo físicamente entero, unido, compacto, cuyas partes integrantes son de igual naturaleza.

      La teología cristiana adoptó por primera vez el término solidaritas, aplicado a la comunidad de todos los hombres, iguales todos por ser hijos de Dios, y vinculados estrechamente en sociedad. Entendemos, por tanto, que el concepto de solidaridad, para la teología, está estrechamente vinculado con el de fraternidad de todos los hombres; una fraternidad que les impulsa buscar el bien de todas las personas, por el hecho mismo de que todos son iguales en dignidad gracias a la realidad de la filiación divina.

      En la ciencia del Derecho, se habla de que algo o alguien es solidario, sólo entendiendo a éste dentro de «un conjunto jurídicamente homogéneo de personas o bienes que integran un todo unitario, en el que resultan iguales las partes desde el punto de vista de la consideración civil o penal». Dentro de una persona jurídica, se entiende que sus socios son solidarios cuando todos son individualmente responsables por la totalidad de las obligaciones. Para el derecho, la solidaridad implica una relación de responsabilidad compartida, de obligación conjunta.

      La Doctrina Social de la Iglesia entiende por solidaridad «la homogeneidad e igualdad radicales de todos los hombres y de todos los pueblos, en todos los tiempos y espacios; hombres y pueblos, que constituyen una unidad total o familiar, que no admite en su nivel genérico diferencias sobrevenidas antinaturales, y que obliga moral y gravemente a todos y cada uno a la práctica de una cohesión social, firme, creadora de convivencia. Cohesión que será servicio mutuo, tanto en sentido activo como en sentido pasivo» . Podemos entender a la solidaridad como sinónimo de igualdad, fraternidad, ayuda mutua; y tenerla por muy cercana a los conceptos de «responsabilidad, generosidad, desprendimiento, cooperación, participación» .

      En nuestros días, la palabra solidaridad ha recuperado popularidad y es muy común escucharla en las más de las esferas sociales. Es una palabra indudablemente positiva, que revela un interés casi universal por el bien del prójimo.

      Podríamos imputar el resurgimiento casi global del sentir solidario, a la conciencia cada vez más generalizada de una realidad internacional conjunta, de un destino universal, de una unión más cercana entre todas las personas y todos los países, dentro del fenómeno mundial de la globalización. Esta realidad ha sido casi tan criticada como aplaudida en todas sus manifestaciones. Buena o mala, la globalización es una realidad actual, verdadera y tangible.

      Creemos que una de las consecuencias favorables que nos ha ganado la globalización es, precisamente, una visión más conjunta del mundo entero; un sentido de solidaridad mayor entre los hombres. De pronto, los niños en Ruanda no se sienten tan lejanos; los cañones de guerra en el Medio Oriente también aturden nuestros oídos; el terremoto en Japón sacude nuestra respiración.

      Desgraciadamente, esta conciencia de solidaridad universal suele reducirse a una buena intención, una aberración lejana y sentimental hacia las injusticias sociales, hacia la pobreza o el hambre. Y este sentimiento que arroja nuestras esperanzas hacia un país lejano, tal vez arranque de nosotros la capacidad de observar las necesidades de los seres humanos que lloran a nuestro lado todos los días.

      Es por esto que la solidaridad debe ser desarrollada y promovida en todos sus ámbitos y en cada una de sus escalas. La solidaridad debe mirar tanto por el prójimo más cercano como por el hermano más distante, puesto que todos formamos parte de la misma realidad de la naturaleza humana en la tierra.

      La solidaridad es una palabra de unión. Es la señal inequívoca de que todos los hombres, de cualquier condición, se dan cuenta de que no están solos, y de que no pueden vivir solos, porque el hombre, como es, social por naturaleza, no puede prescindir de sus iguales; no puede alejarse de las personas e intentar desarrollar sus capacidades de manera independiente.

      La solidaridad, por tanto, se desprende de la naturaleza misma de la persona humana. El hombre, social por naturaleza, debe de llegar a ser, razonada su sociabilidad, solidario por esa misma naturaleza. "La palabra solidaridad reúne y expresa nuestras esperanzas plenas de inquietud, sirve de estímulo a la fortaleza y el pensamiento, es símbolo de unión para hombres que hasta ayer estaban alejados entre sí". Es la solidaridad el modo natural en que se refleja la sociabilidad: ¿para qué somos sociales si no es para compartir las cargas, para ayudarnos, para crecer juntos? Como ya veremos, la solidaridad es algo justo y natural; no es tarea de santos, de virtuosos, de ascetas, de monjes, de políticos; es tarea de hombres.

      Es también muy claro en el estudio de la solidaridad que este concepto no pertenece exclusivamente a la doctrina cristiana. La solidaridad, como hemos dicho, es una necesidad universal, connatural a todos los hombres. Aún antes del cristianismo; aún en contra de él.

      ¿Qué significa ser solidarios? Significa compartir la carga de los demás. Ningún hombre es una isla. Estamos unidos, incluso cuando no somos conscientes de esa unidad. Nos une el paisaje, nos unen la carne y la sangre, nos unen el trabajo y la lengua que hablamos. Sin embargo, no siempre nos damos cuenta de esos vínculos. Cuando nace la solidaridad se despierta la conciencia, y aparecen entonces el lenguaje y la palabra. En ese instante sale a la luz todo lo que antes estaba escondido. Lo que nos une se hace visible para todos. Y entonces el hombre carga sus espaldas con el peso del otro. La solidaridad habla, llama, grita, afronta el sacrificio. Entonces la carga del prójimo se hace a menudo más grande que la nuestra.

      Sólo aquél que no sepa observar la natural sociabilidad del hombre podrá negar, equivocadamente, la necesidad natural de la solidaridad.

      Nosotros consideramos que el concepto de solidaridad perpetuado en la Doctrina Social de la Iglesia Católica es el más cierto y, también, el más completo y con alcances más trascendentes que cualquier otro concepto de solidaridad propuesto hasta el día de hoy, pues contempla tanto la real dignidad de la persona individual como su necesidad natural de vivir en sociedad y de participar en ella tanto activa como pasivamente, en el proceso diario y natural de dar y de recibir dentro de la civilización.
   2. ORIGEN DEL TÉRMINO.

      La verdadera solidaridad, aquella que está llamada a impulsar los verdaderos vientos de cambio que favorezcan el desarrollo de los individuos y las naciones, está fundada principalmente en la igualdad radical que une a todos los hombres. Esta igualdad es una derivación directa e innegable de la verdadera dignidad del ser humano, que pertenece a la realidad intrínseca de la persona, sin importar su raza, edad, sexo, credo, nacionalidad o partido.

      Juan Pablo II lo expresa claramente. El ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros se reconocen unos a otros como personas. Aquí el término persona aparece para llamar nuestra atención hacia un aspecto que es esencial dentro de un estudio bien encausado de la solidaridad. La solidaridad en el sentido que nosotros la entendemos existe sólo entre personas.

      Se ha querido aplicar algunas veces la palabra solidaridad a la relación que puede existir, por ejemplo, entre un ser humano y un animal o, aún más ampliamente, entre un ser humano y su entorno ecológico. Nosotros no podemos concebir una solidaridad verdadera entre un humano y un animal, sino acaso una relación de mutua necesidad o de interdependencia; la misma que encontramos en el hombre que cuida la naturaleza; pero no podemos llamar a eso, de ninguna manera, solidaridad.

      La solidaridad, esencialmente, debe ser dirigida al ser humano. La persona humana es principio y fin de la solidaridad. El acto solidario debe ser hecho en beneficio de una persona, ya sea directa o indirectamente. De esta manera, puedo verdaderamente ayudar a otras personas si favorezco el cuidado de un ecosistema, para que otros puedan disfrutar ordenadamente de sus beneficios. El ser humano puede servirse de todos los bienes naturales, de manera ordenada, para su beneficio. Desde este punto de vista, la naturaleza no puede ser para la solidaridad un fin, sino un medio. A fin de cuentas, el ser humano es quien debe recibir el bien, ya sea de manera directa o indirecta.

      La solidaridad nace del ser humano y se dirige hacia el ser humano. Siempre ha sido una exigencia de convivencia entre los hombres. Pero no hay que confundir tampoco a la solidaridad con la caridad pura, o con la liberalidad. La solidaridad es, en sentido estricto, una relación de justicia: ¿por qué solidaridad? (…) solidaridad, porque es lo justo, porque todos vivimos en una sociedad; porque todos necesitamos de todos, porque estamos juntos en este barco de la civilización; porque somos seres humanos, iguales en dignidad y derechos. La solidaridad es justa porque los bienes de la tierra están destinados al bien común, al bien de todos y cada uno de los hombres, y los que, dada su buena fortuna, tienen más, están obligados a aportar más en favor de otras persona y de la sociedad en general.

      La solidaridad, pues, es justa y, por lo tanto, moralmente obligatoria en todos los casos, aparte de aquellos en que la ley la contempla y la hace jurídicamente obligatoria.

      Quede sentado, pues, que, en principio, la solidaridad es una relación entre seres humanos, derivada de la justicia, fundamentada en la igualdad, en la cual uno de ellos toma por propias las cargas de el otro y se responsabiliza junto con éste de dichas cargas.

      Posteriormente el cristianismo vino a completar este concepto. Amarás a tu prójimo como a ti mismo, dicen los evangelios, para añadir a las relaciones de justicia estricta, un nuevo elemento: la caridad. Para el cristiano, la solidaridad no se reduce a dar lo justo, lo mínimo exigible, ni a dar lo que me sobra, sino que el concepto de amar al prójimo va más allá. A la pregunta ¿por qué solidaridad? El cristiano deberá responder: por que es lo justo, y porque amo al hombre. Para el cristiano, la justicia no es medida plena de la solidaridad, sino solo su exigencia mínima. La solidaridad, justa de por sí, se hace plena y se enriquece con las nociones de amor, caridad y entrega.

      Así, el cristianismo hace más completo el concepto de solidaridad, y lo convierte en una ferviente entrega personal al bien del prójimo, porque el buen cristiano sabe que está en la tierra para servir y no para ser servido.

      Establezcamos, pues, el concepto final de solidaridad, y sobre el cual vamos a tratar en los siguientes puntos:

      La solidaridad es una relación entre seres humanos, derivada de la justicia, fundamentada en la igualdad, enriquecida por la caridad, en la cual uno de ellos toma por propias las cargas de el otro y se responsabiliza junto con éste de dichas cargas.

      Y dicha relación, entendida únicamente en el entorno del ser humano, puede llevarse a cabo en tres niveles distintos, según se relacionen, respectivamente, un hombre con otro, un hombre con su sociedad o una sociedad con otra.
   3. FUNDAMENTOS.

      Se entiende que la práctica de la solidaridad requiere, necesariamente, de más de un individuo. Dos seres humanos podrían ser solidarios si vivieran solos en una isla desierta, tanto como una persona que vive en una comunidad inmensa puede ser solidaria al colaborar con la buena alimentación de los niños de un país que está a kilómetros de distancia. Desde luego, la forma más simple, pura y cercana de la solidaridad la encontramos entre seres humanos próximos, en una relación personal de dos individuos.

      Para buscar una solidaridad con alcance social, que tenga repercusión tangible en la comunidad, no podemos dejar de lado la solidaridad personal entre individuos que se saben iguales. Sería mentira decir que nos preocupamos por la sociedad, o por los necesitados en general, si cuando se nos presenta la ocasión de ayudar a una sola persona necesitada, no adoptamos una verdadera actitud solidaria. El empeño por la solidaridad social adquiere valor y fuerza en una actitud de solidaridad personal.

      La solidaridad, ya lo hemos dicho, se enriquece y alcanza su plenitud cuando se le adhiere la virtud de la caridad, cuando se realiza por amor, cuando se convierte en entrega. Nadie ama más que el que da la vida por sus hermanos. El verdadero amor al prójimo, la verdadera caridad y entrega, se manifiestan en eso: en dar la propia vida. No sólo bienes materiales, sino la vida entera. Desde este punto de vista, uno de los mayores ejemplo de solidaridad y entrega en nuestros tiempos tal vez lo encontremos en la Madre Teresa de Calcuta, quien no conoció límite alguno para esa entrega personal a los necesitados.

      La solidaridad (…) se practica sin distinción de credo, sexo, raza, nacionalidad o afiliación política. La finalidad sólo puede ser el ser humano necesitado. Comprendemos que para que haya solidaridad se requieren dos personas: una necesitada y otra solidaria. Pero el solo dar, o ayudar, no es lo más difícil. La parte difícil comienza cuando se nos presenta el dilema de ayudar sin recibir nada a cambio; de ayudar aunque nadie se entere, ni aún la persona a la que ayudamos. Esto es: ser solidarios por una verdadera convicción de igualdad y de justicia. Es difícil ser caritativos, solidarios, entregados, y ser, al mismo tiempo, totalmente desinteresados.

      Lo que debe empujar a un hombre a ser verdaderamente solidario no es, en ningún momento, el hecho de que con eso se vaya a conseguir algún beneficio personal, sino la verdad de que esa otra persona es precisamente eso: persona. La convicción de igualdad y la virtud de la caridad son las que deben impulsar un acto solidario.

      Y, si la solidaridad no es impulsada por la convicción y la virtud, ¿qué sucede? Cuando a un acto materialmente solidario le falta alguno de estos dos elementos, está viciado y no puede llamársele formalmente solidaridad. Aquél que da una billete de cincuenta pesos a un pordiosero, materialmente hace algo bueno: el pordiosero podrá comer o comprarse unos zapatos; pero si este acto lo hace para que otras personas lo vean, para aparentar caridad, para ganar unos cuantos votos, entonces ese acto, que es materialmente bueno y solidario, se convierte no sólo en un acto deplorablemente infructuoso, sino además en un acto definitivamente egoísta, que lejos de engrandecer a la persona, la empobrece.

      Queda claro entonces que, para que un acto pueda ser considerado verdaderamente solidario, necesita de estos elementos: 1) que sea materialmente solidario; 2) que se funde en la convicción de igualdad; 3) que sea hecho por caridad, por amor al prójimo y, 4) que sea realizado con rectitud de conciencia.

      La solidaridad debe ser en todas las personas una constante. Ser una realidad diaria. Así como dentro del matrimonio la solidaridad entre los cónyuges se realiza y perfecciona todos los días en todos los detalles de la vida cotidiana, así la disposición de solidaridad con otras personas debe ser parte inamovible de nuestros actos diarios. Debe convertirse en hábito, en virtud, en modus vivendi. La solidaridad no es una serie de actos aislados encaminados a ayudar al prójimo. La solidaridad es una actitud personal, una disposición constante y perpetua de tomar responsabilidad por las necesidades ajenas.

      La solidaridad, en este sentido, implica en gran medida el olvido de sí mismo y de las propias necesidades, para empujar al espíritu humano a realizarse en la entrega a los demás.

      Desafortunadamente, las corrientes ideológicas modernas, aunque han conseguido ya, en teoría, la igualdad de todos los seres humanos, no han favorecido del todo la solidaridad. Reina en la mente de las personas la idea casi inamovible de que la solución a los problemas de la sociedad está en el liberalismo absoluto: en dejar hacer y dejar pasar. En otras palabras, es mucho más fácil para cualquier persona cerrar los ojos a las necesidades sociales y trabajar exclusivamente para el bien propio, sin más obligación que no quebrantar la ley.

      Esta es una concepción de la justicia que es casi universal hoy en día. La justicia, para las personas, es sólo entendida en sentido negativo, esto es: la justicia es una exigencia de no hacer mal a los demás –no robar, no matar, no explotar, etc.–. Por lo tanto, puede parecer al que así lo entienda que el hacer algo positivo –dar algo a alguien, ayudar, colaborar, trabajar para los demás– está más allá de la justicia y que es, en todo caso, una acción magnánima, generosa y plausible. Esta es una idea decididamente inaceptable.

      La justicia exige a todos los hombres el dar a cada quien lo que por derecho le corresponde. Ese dar a las personas lo que les corresponde según su dignidad de seres humanos es parte de la justicia, y no es una acción caritativa verdadera sino hasta que sobrepasa a la exigencia llana de la justicia.

      Pero esto no se logra, en definitiva, sino hasta que todos tenemos la plena convicción de que todos los hombres somos iguales, que los bienes están destinados realmente a todos, y que todos somos verdaderamente responsables de todos.

      La solidaridad entre individuos es la primera y la más importante, puesto que en ella se fundan los otros dos tipos. Todos los tipos de solidaridad nacen de la misma convicción de igualdad de todos los hombres.
   4. SOLIDARIDAD ENTRE INDIVIDUOS.

      La primacía de la solidaridad entre individuos no resta importancia a la real necesidad de impulsar la solidaridad de escala social. Los problemas socio-económicos sólo pueden ser resueltos con ayuda de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y de los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos. La solidaridad a gran escala está íntimamente ligada con aquélla entre individuos, y en ella funda su verdadero valor.

      Aún más: la solidaridad entre personas individuales, entre seres humanos iguales, de uno a uno, debe tender necesariamente a la solidaridad de escala social. La verdadera solidaridad encuentra su mayor solaz en el crecimiento de su campo de influencia. Con esto, podemos afirmar que la solidaridad es una virtud que, si no se desarrolla, se pierde. Para la solidaridad, hay sólo dos opciones: crecer o morir.

      Pero este crecimiento en el campo de influencia de la solidaridad entraña un serio peligro, pues también puede suceder que, al ampliar los alcances de una tendencia solidaria, se pierda la intensidad de esta disposición; se difumine su fuerza; se borre poco a poco su verdadera efectividad, para convertirse en un malestar personal por los males de la sociedad; una verborrea lastimosa por las injusticias; una lágrima estéril; una hipócrita tristeza que no empuja a la acción, sino a la lástima inútil y soberbia.

      Es importante, según hemos señalado, no confundir la solidaridad con «un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, ya que todos somos verdaderamente responsables de todos». El hombre es un ser social por naturaleza, y su desarrollo está estrechamente vinculado con el desarrollo de toda la sociedad. En cierta medida, ayudar a la sociedad es ayudarse a uno mismo, puesto que el bien común es precisamente eso: común. El bien de todos es también mío.

      La solidaridad social consiste en colaborar de manera desinteresada con el bien común. Hay actos de solidaridad que son específicamente obligatorios. Incluso existen actos en contra de la solidaridad que pueden ser castigados. Entendemos, por ejemplo, que el cumplir las leyes es un acto solidario, porque sabemos que cumpliéndolas favorecemos el orden social, la observancia de dichas leyes y, por lo tanto, el bien común. En este caso, la falta contra la solidaridad es motivo de castigo, y este castigo se lleva a cabo porque se considera que el cumplimiento de la ley es de interés general y a todos aprovecha.

      Aún en el caso de la ley – de la solidaridad obligatoria–, es importante observar en el acto solidario la rectitud de la conciencia. La conciencia virtuosa y la genuina buena intención son quienes deben dirigir nuestros actos solidarios. Obedecer el mandato de detenerse cuando el semáforo está en rojo es, ciertamente, un acto solidario, cuando lo hacemos por la convicción plena de que con ello favorecemos el bien de la sociedad. Si lo hacemos por miedo al castigo, ese mismo acto pierde su realidad solidaria para convertirse en una obediencia artificial, pueril y temerosa. La ley, así contemplada, se torna frágil y quebradiza bajo el peso del interés personal y momentáneo de la utilidad.

      El cumplir las leyes debe ser una disposición permanente, porque todos somos parte de la sociedad, y a todos nos interesa que esas leyes se cumplan para favorecer el bien común. Lo mismo podemos afirmar, por ejemplo, del pago de los impuestos justos, del cumplimiento las leyes penales, administrativas, etc. Cumpliendo la ley aportamos nuestra actitud y voluntad para el desarrollo de la sociedad entera, que finalmente ha de convertirse en bien de todos y cada uno de los que la conformamos. Todos somos verdaderamente responsables de todos.

      La convicción de solidaridad, en este sentido, debe tender a terminar con el quebrantamiento sistemático de las leyes en nuestro país. Si ignoro el rojo del semáforo, si arreglo las cosas con dinero, si vendo cigarros a menores, si hago una pequeña trampilla… ¿a quién afecto? … a todos, porque alteras el orden justo de la sociedad, porque rompes la armonía, porque debilitas las leyes, porque destruyes la legalidad, porque todos somos parte de esta sociedad; y dentro de ella estás tú mismo. Entonces, el interés egoísta inmediato se vuelve en contra nuestra para desintegrar la unidad solidaria de nuestro pueblo y embargarnos en un desesperante círculo vicioso que genera inseguridad jurídica, miedo, indiferencia… y que no nos empuja a otra cosa que al resquebrajamiento de los principios jurídico-políticos de seguridad y certeza jurídicas, orden y paz.

      Pero, como se infiere de lo ya expuesto, la solidaridad deseable no se limita a lo legalmente exigible, a lo estrictamente justo, sino que invita a una conciencia más profunda de entrega al bien común, a un esfuerzo de mejora verdadera de las condiciones que favorezcan el desarrollo de todos los individuos. La solidaridad resuena como una necesidad urgente y realmente alcanzable para todos los que, a fin de cuentas, hemos recibido un sinfín de bienes de la sociedad y, por lo tanto, tenemos obligación moral de devolver, a lo menos, lo que está dentro de nuestras posibilidades.

      Puesto que todos somos, en más de un sentido, sujetos pasivos de la solidaridad (hemos recibido bienes de forma gratuita, nos aprovechamos del desarrollo, de la tecnología, de las leyes mismas), la relación correlativa de justicia impulsa nuestra acción hacia una devolución proporcional por todos los bienes recibidos. ¿Es un hombre capaz de pagar todo lo que le ha sido dado? –Difícilmente. De lo que sí es capaz es de entregarse con franca devoción a la búsqueda del bien de su sociedad.

      La solidaridad hacia la sociedad ha sido puesta de relieve en repetidas ocasiones por la Iglesia Católica. Con respecto de la solidaridad, Pío XII señala sus elementos, claros y objetivos; no se anda por las ramas al señalar actos específicos que implican solidaridad humana.

      «Nos invitamos a construir la sociedad sobre la base de esta solidaridad y no sobre sistemas vanos e inestables. Dicha solidaridad requiere que desaparezcan las desproporciones estridentes e irritantes en el tenor de la vida de los diversos grupos de un mismo pueblo. Para este urgente cometido, a la presión externa se habrá de preferir la acción eficaz de la conciencia, que sabrá imponer límites al despilfarro y al lujo e inducirá igualmente a los menos habientes a pensar ante todo en lo necesario y lo útil, ahorrando el resto si lo hay».

      El sentido de el párrafo anterior se dirige a dos elementos principales: el primero, como una crítica frontal al despilfarro y el lujo, que entorpecen y obstruyen la solidaridad verdadera. El segundo, como una afirmación medular acerca de los actos solidarios: una persona realmente solidaria, como ya hemos señalado, debe de actuar conforme a la conciencia, antes que ser estimulada por leyes externas o presión social.

      La realidad de las diferencias en el modo de vida entre unas personas y otras nos obliga a hacer hincapié en este asunto. Es claro que hay personas que tienen más y hay otras que tienen menos bienes materiales. ¿Eso les obliga necesariamente a aportar más en bien de la sociedad? La respuesta es clara, e ineludible: sí. Ellos, los que tienen más riquezas materiales, están obligados por su propia condición a colaborar más con la sociedad. Es cierto que los que tienen más dinero deben pagar, en principio, más impuestos, pero ésta es sólo la medida justa, lo mínimo exigible y, como hemos visto, eso no debe ser el límite de la solidaridad, sino únicamente el comienzo.

      «La verdadera solidaridad requiere que trabajemos por eliminar las raíces de la miseria humana, tanto propias como ajenas, incluso si esto requiere algún sacrificio por nuestra parte o haya que dar de nuestras necesidades y no sólo de 'lo que nos sobra'. La solidaridad también significa compartir los bienes materiales con otros, especialmente con los pobres de este mundo, hacia los que deberíamos tener un amor preferencial».

      Hay aún más formas de manifestar la solidaridad. Por ejemplo: la ecología. Este tema hoy nos parece obligado porque ha adoptado una radical importancia en los últimos años. ¿La conciencia ecológica es una conciencia solidaria?

      Ya hemos dejado muy claro que no puede existir la solidaridad sino entre personas. Es por eso que hace falta diferenciar los fines que puede tener una conciencia ecológica. Cuando una persona de decide a cuidar los recursos naturales porque los considera valiosos en sí mismos no nos encontramos con una actitud solidaria. Sin embargo, cuando sabemos que podemos favorecer al ser humano a través del cuidado los ecosistemas, sembrando árboles, desarrollando agricultura sana, promoviendo la protección de los animales en peligro de extinción y defendiendo la pureza de los ríos, entre otros ejemplos, entonces la disposición de cuidar el entorno se transforma y enriquece para apoyar a la persona humana y, ciertamente, la ecología puede ser una importante actitud dentro de la solidaridad humana.

      Hemos visto ya la diferencia: cuidar a la naturaleza para la naturaleza, o cuidar a la naturaleza para el hombre. Esto aunque parece obvio, no lo ha sido tanto en la vida práctica, porque ¿acaso no se gastan millones de dólares en salvar, por ejemplo, ballenas en el ártico, mientras que centenas de miles de niños padecen desnutrición en los cinco continentes? Viene de esto a resultar que, para no pocas personas, son más importantes cien ballenas que cien mil niños y, llevado al extremo, creen que vale la pena poner en riesgo miles de vidas humanas por cuidar otras tantas vidas animales, cuando la realidad es que una sola vida humana es de incomparable valor con respecto de todos los animales de todo el planeta.

      Hemos desarrollado el ejemplo de la ecología para poder manifestar la idea siguiente: hay muchas y muy variadas formas de ser solidario. En todos los casos, el ser humano debe ser el fin de la acción; de otro modo, no existe la solidaridad y esa acción se disuelve en la nada, pierde su valor. Y para la solidaridad existen distintos medios. La ecología, la economía, la educación, la nutrición, la comprensión… dicho de otro modo: hay tantas formas de actuar solidariamente como problemas humanos existen, porque en cada uno de esos problemas el espíritu humano puede entregarse a sí mismo para colaborar y tomar por propias las cargas del otro. De cualquier manera, estas acciones deben de tener siempre por fin material a la persona humana.

      Antes de cerrar este apartado, nos es imperativo hacer notar un punto relevante: en general, cuando hablamos de solidaridad, nos viene a la mente, de forma casi automática, la idea de ayuda económica –ayudar a los pobres, dar dinero a los necesitados, etc…– o, cuando menos ayuda material –dar comida, dar casa, etc…–. Estas ideas, aunque sí forman parte de la solidaridad, no lo hacen de forma completa.

      Decir que la solidaridad es, en esencia, ayuda material, sería el equivalente a afirmar que todos los problemas se resuelven de esa manera; que el hombre sólo tiene necesidades materiales; que el ser humano se compone sólo de materia, y eso es totalmente equívoco, aunque así se nos ha hecho ver en el desarrollo de los ideales del más puro liberalismo económico. El ser humano tiene realmente necesidades que no son materiales, como aquellas afectivas, espirituales, morales o sociales.

      Para estas necesidades, que pueden plantear problemas para distintas personas, también debe existir una actitud solidaria que favorezca el desarrollo de los hombres en estos campos. Por ejemplo: es posible, si yo no puedo dar dinero para la educación, que dé una parte de mi tiempo para educar a niños de escasos recursos; o que acerque a más gente a la oración –católica si soy católico, budista, musulmana o protestante, si profeso otras religiones–; o que favorezca la integración social de una comunidad marginada, y todo sin desembolsar un solo centavo. La solidaridad, pues, no se reduce a ayuda material, ni a un romántico sentimiento de tristeza hipócrita por los males de los demás, sino que se traduce en ayuda verdadera para los problemas de todos los hombres, dignos y, por lo tanto, iguales.

      Como podemos observar, la solidaridad social tiene distintos matices. La realidad es que todos estamos obligados a ella, ya sea por ley positiva o natural, porque todos formamos parte de la sociedad y todos nos beneficiamos de ella. Lo menos que debemos hacer es colaborar en justicia para alcanzar el bien común. ¿Y lo más? El límite de la solidaridad es la medida de la vida humana, porque estamos llamados a dar todo –incluso la vida–, y guardar para nosotros no más que lo indispensable. Lo demás es lujo que acrecenta la distancia de unos hombres con otros y obstaculiza el desarrollo de la sociedad en la medida que merma la capacidad humana de compartir, de cooperar y de pertenecer realmente a una sociedad de hombres iguales.
   5. SOLIDARIDAD EN SOCIEDAD.

      Tenemos que afirmar, antes que cualquier otra cosa, lo siguiente: no es conveniente observar la solidaridad entre pueblos distintos sin tener clara la dimensión humana que esto conlleva: las naciones no son entes subsistentes en sí mismos, sino que subsisten en los seres humanos que los conforman. Por eso, no hay que ignorar lo que realmente sucede. Cuando una nación es solidaria con otra nación, realmente los individuos que pertenecen a una nación están siendo solidarios con las personas que viven en otra nación.

      Las naciones no son capaces de la solidaridad, sino a través de los individuos que las conforman. La solidaridad no es susceptible de perder su dimensión humana, aún cuando esté siendo llevada a cabo más allá de la propia sociedad.

      Entendido esto, podemos proseguir. La solidaridad en el ámbito internacional sólo es comprensible cuando se tienen por verdaderamente iguales en derechos todas las naciones, independientemente de su influencia económica o cultural dentro de un mundo que se inclina a favorecer la tan nombrada globalización.

      Podemos decir, con respecto de la realidad internacional, que la obligación de solidaridad es tan imperativa entre naciones como lo es entre individuos, dado que el campo de influencia de una solidaridad entre pueblos es mucho mayor, y las diferencias, sobre todo económicas, impiden la búsqueda libre del bien común en las naciones llamadas del tercer mundo, que están en vías de desarrollo. «En el ámbito de las relaciones entre los pueblos, la solidaridad exige (…) que disminuyan las terribles diferencias entre los países en el tenor de vida». De esta manera la solidaridad, fundamentada en la igualdad radical de las naciones, ha de inclinarse en una lucha constante por lograr también la igualdad en condiciones sociales y económicas, para hacer desaparecer la subordinación material de unos países ante otros: que la igualdad entre naciones no sea sólo substancial, sino también material.

      Para llevar a cabo la solidaridad entre las naciones, hace falta visualizar un hecho que en algunas ocasiones es difícil de aceptar: el bien de cada sociedad es el bien de todas las sociedades, así como el bien de una persona en sociedad es el bien de todos sus habitantes. Podemos observar al planeta entero como una verdadera sociedad de sociedades, en donde todos, realmente, somos responsables de todos. En una actitud de solidaridad no sólo se beneficia aquél que recibe la ayuda, sino también aquél que la da, además de toda la sociedad de sociedades.

      Entendido esto, comprendemos que, de ninguna manera, la solidaridad entre naciones se opone a los sentimientos positivos de patriotismo y de cuidado de la nación propia. Las naciones también deben de aprender a desprenderse de sus bienes materiales en favor de otros, y no sólo de lo que les sobra, sino de aquello que les ha costado trabajo, porque sólo entonces podrán comprender la dimensión universal de la solidaridad, aún entre naciones que no guardan algún vínculo especial de amistad o compromiso.

      «Juzgamos necesaria aquí una advertencia: (…) el amor a la propia patria, que con razón debe ser fomentado, no debe impedir, no debe ser obstáculo al precepto cristiano de la caridad universal, precepto que coloca igualmente a todos los demás y su personal prosperidad en la luz pacificadora del amor»

      El tema de la solidaridad universal en la historia próxima tiene lo mismo capítulos gloriosos que recuerdos deplorables. Podemos citar un buen ejemplo, cercano a todos nosotros. En 1985, ocurrió en la Ciudad de México un fuerte terremoto, con consecuencias materiales terribles. En aquella ocasión, México recibió ayuda solidaria de diversas naciones en el mundo entero: dinero, comida, ropa, cobertores y hasta gente que se apuntó para las arduas tareas de rescate. Podemos observar en ello una muestra de verdadera fraternidad universal, en donde todas las naciones toman conciencia y responsabilidad por las necesidades de otros.

      Pero no siempre es así. En el año 2000, por razón del Jubileo universal, el Papa Juan Pablo II solicitó a diversos países del primer mundo la condonación de las deudas a los países en vías de desarrollo, la mayoría de los cuales se encuentran en África. En esta ocasión, las naciones desoyeron la llamada a una verdadera solidaridad. La esperanza de las naciones pobres ante ese llamado se apagó dolorosamente ante la egoísta negativa de los países desarrollados. Podemos afirmar con esto que todavía, a pesar de la supuesta globalización y de la supuesta hermandad de todos los pueblos, la solidaridad plena es aún difícil de alcanzar. Y ésta será, desde luego, prácticamente inalcanzable mientras que en los individuos no exista esa disposición constante a apoyar el bien común.

      No hay que caer en el error de pensar que esto es un problema nuevo. Juan XXII ya lo había hecho notar anteriormente. Las solidaridad entre las naciones no es una urgencia reciente, sino una verdad de siempre.

      «En una única y sola familia, impone a las naciones que disfrutan de abundantes riquezas económicas la obligación de no permanecer indiferentes ante los países cuyos miembros, oprimidos por innumerables dificultades interiores se ven extenuados por la miseria. El problema tal vez mayor de nuestros días es el que atañe a las relaciones que deben darse entre las naciones económicamente desarrolladas y los países que están en vías de desarrollo económico: las primeras, gozan de una vida cómoda los segundos, en cambio, padecen durísima escasez. La solidaridad social que hoy día agrupa a todos los hombres y el hambre y no disfrutan, como es debido, de los derechos fundamentales del hombre. Esta obligación se ve aumentada por el hecho de que, dada la interdependencia progresiva que actualmente sienten los pueblos, no es ya posible que reine entre ellos una paz duradera y fecunda, si las diferencias económicas y sociales entre ellos resulta excesiva»

      Estas palabras, que fueron escritas hace más de cuarenta años, nos parecen hoy más necesarias que nunca. La brecha económica que divide a los países desarrollados con aquéllos en vías de desarrollo es hoy más grande y más infranqueable que nunca, pues la velocidad de desarrollo que permiten el mercado mundial y la tecnología a los países con alto grado de bienestar económico, los separa cada vez más de la realidad que viven los países con dificultades económicas.

      Esta situación se agrava actualmente con los problemas que se han suscitado en los años. Enfrentamientos bélicos, guerras culturales, enconos religiosos. Problemas que no hacen sino remarcar las diferencias que obstaculizan una actitud solidaria de alcance universal, porque en vez de favorecer la unión por la igualdad substancial, provocan el distanciamiento y el odio por diferencias accidentales. «Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas». Estas fuerzas son de distinta índole. Las hay políticas, religiosas, económicas, culturales e incluso étnicas.

      La solución a estos problemas parece clara: «Hay que apostar por el ideal de la solidaridad frente al caduco ideal del dominio», por que sabemos que el bien de todos nos favorece a todos. Hay que apostar por el bien común.

      La creciente interacción entre las naciones y la cada vez más abismal separación cultural y económica entre los países no parecen ser sino los polos opuestos de una realidad global que se define por sus contradicciones: un mundo cada vez más cercano, pero cada vez más dividido; que trata de olvidar los conflictos raciales para imbuirse en la indiferencia entre culturas.

      Lejos de lamentarnos, horrorizarnos o indignarnos de forma hipócrita por estas realidades tan disímiles, nos ocupa la urgente necesidad de hacerles frente. En el ámbito internacional, sobre todo los gobernantes deben de estar abiertos a una realidad hoy innegable: el verdadero desarrollo de una nación no puede llevarse a cabo sin el desarrollo paralelo de todas las demás, porque la interacción y la interdependencia –económica, comercial, cultural– entre países es cada vez más acusada y hoy, más que siempre, los países del orbe son definitivamente necesarios entre sí. La sociedad de sociedades es una realidad, y todos somos verdaderamente responsables de todos.
   6. SOLIDARIDAD ENTRE NACIONES.
   7. CONCLUSIONES.

Visto todo lo anterior, no nos queda más que reafirmar algunas ideas clave, que nos demuestran el protagonismo real que debe tener la solidaridad en el ámbito de las relaciones humanas en todas sus dimensiones.

Hemos observado la importancia de la solidaridad para el buen desarrollo de las personas en sociedad. Hemos repetido hasta el cansancio los efectos positivos que deben de derivarse de una correcta disposición para la solidaridad universal. Pero nos hace falta hacer el acotamiento en este estudio sobre las consecuencias que, a contrario sensu, se desprenden de la falta de solidaridad entre los hombres.

«La culpa de las estrecheces actuales... deriva de la falta de solidaridad de los hombres y de los pueblos entre sí». El supuesto bienestar que logran los hombres cuando, a fuerza de derribar a los otros, de utilizarlos como simples escalones para subir al éxito, de olvidarlos en la desdicha, de ignorarlos en la pobreza, de sumirlos en la ignorancia, es sólo una desdichada farsa de poder y comodidad que tiene sumida a la sociedad en un estancamiento fétido de intereses personales que ha relegado al olvido la confianza entre los hombres. El desarrollo momentáneo que consiguen los países cuando explotan a otros, o dejan de ayudarles, o propician su subdesarrollo, o se enfrentan en guerra y vencen, es sólo un espejismo efímero de bienestar material, pervertido de egoísmo y deshumanización.

¿Acaso no es obvio al ojo observador que la falta de solidaridad no conduce a otra cosa que al aletargamiento de la civilización y la falta de desarrollo conjunto de todos los hombres? La falta de solidaridad no sólo afecta a los necesitados, o a los países en desarrollo, o a los ignorantes. La falta de solidaridad se revierte en contra nuestra, y nos afecta tan directamente como a los más necesitados. Ser solidarios con los demás, podemos decir, es ser solidarios con nosotros mismos, pero de una manera genuina, legítima. Preocuparnos por nosotros y por los nuestros es lícito, pero no a costa de los demás, sino de la mano de los demás, colaborando con el desarrollo de todos.

Primero en la familia, luego en la comunidad; más tarde en la sociedad o más allá de nuestras fronteras. El desarrollo de todos es también mi desarrollo; el bien de todos es también mío.

La solidaridad debe ser verdadera, tangible, cierta. Debe ser activa, perseverante, constante. «No es posible confundirla con un vago sentimiento de malestar ante la desgracia de los demás. (…) La solidaridad, en el compromiso del hombre y de la mujer, es un servicio a aquellos cuyas vidas y destinos están ligados estrechamente entre sí». La solidaridad es entrega y, por tanto, diametralmente opuesta al deseo egoísta, que impide el verdadero desarrollo.

Por eso hemos dicho: la solidaridad es unión, mientras que el egoísmo es aislamiento. La solidaridad favorece el desarrollo; el egoísmo, la pobreza. La solidaridad aprovecha los bienes, los distribuye, los comparte, los multiplica; el egoísmo, los corrompe, los hace estériles, los pervierte para hacer de los bienes plataformas de podredumbre, de riquezas desbordantes de inutilidad y vergüenza. Para la solidaridad, homo homini amicus, homo homini frater; para el egoísmo, homo homini lupus.

Esa solidaridad; esa disposición permanente de colaborar con el bien común; la misma que une, hermana y desarrolla a los hombres, no es algo extraño a nosotros, ni es un ideal inalcanzable, no. La solidaridad es parte de nosotros, está en la naturaleza misma del ser humano y se relaciona directamente con su también naturalísima tendencia social.

Es este sentido, podemos decir que las tendencias humanas que se oponen a la solidaridad son no sólo negativas, sino también antinaturales; son señales patológicas en una persona que no reconoce la dignidad de la persona humana ni se ha dado cuenta, ciego de avaricia, de que todos somos verdaderamente responsables de todos. Así como la solidaridad nos humaniza; la falta de ella nos pervierte, nos aleja, nos hace negar nuestra propia naturaleza.

Oponerse a la solidaridad es oponerse a la naturaleza social del hombre, y equivale a afirmar que uno es autosuficiente, que no necesita de otros, que los otros no le merecen, que no le debe nada a nadie. No escuchar el llamado a la solidaridad es una acción que desvirtúa al ser humano para convertirlo en un ser solitario, egoísta; fuera de la realidad; lejano de los otros hombres, duro de corazón: profuso para exigir, pobre para ofrecer. Querer olvidar la solidaridad y observar con los brazos cruzados las necesidades de los que nos rodean es un síntoma de un profundo egoísmo, una irreparable ceguera o una asombrosa ingratitud.

El ser humano es un ser social: necesita de otros y los otros necesitan de él. Con esto, ¿quién puede negar la necesidad inmediata de la solidaridad verdadera en todos los hombres? Ya sean jurídicos, ya sean filosóficos, ya sean morales los argumentos que se esgriman a favor de ella, cualquier hombre que acepte a la justicia como la constante y perpetua disposición de dar a cada quien lo que por derecho le corresponde sabrá, por lo mismo, observar en la solidaridad una verdadera exigencia de la justicia misma y un llamado urgente de caridad universal.
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+0 el 30 de Abril del 2010 513
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