Plegaria. (Cuento propio)



Bueno, después de mucho tiempo, vuelvo con un relatito. He estado muy ocupado, pero ya voy teniendo tiempo para volver a escribir y espero que les agrade...

Plegaria.

Un viento rápido y frío recorre súbitamente la calle mayor y se pierde entre los callejones de la ciudad. Un invierno crudo que deja su escarcha por toda la ciudad. La ráfaga de viento helado se siente aún más desde el frío pavimento y el niño tiembla y se frota los brazos desnudos tratando, inútilmente, de calentarse un poco. Dos horas llevaba ahí, sentado en la vereda, sólo, esperando que pasara cualquier persona, alguien de una oficina, una mujer con abrigo fino, para pedirle una moneda, lo que sea su voluntad, porque hacía frío y tenía mucha hambre. Más aún, debía darle de comer a su hermano, ésa era la prioridad; en eso debía gastarse los trece pesos que juntó en más de dos horas en la calle.
   
Algunos días la cosa es salir con los trapos, pararse en las avenidas, en los cruceros, lustrar carros cuando el semáforo esté en rojo. Tratar de limpiar los más posibles antes que cambie la luz; estar atento, porque algunos se van sin darle sus monedas. Debe tener cuidado aparte con los autos en movimiento, con la luz cuando cambia. Una vez, el niño observó como un coche deportivo negro atropelló a un amiguito suyo y el chofer se fue sin darle importancia. De todos modos, a la policía no le importa un niño muerto más sobre el asfalto; lo recogen los del ayuntamiento y se lo llevan a alguna fosa, le ponen un número de identificación y que la vide continúe. A nadie le importa un chico de la calle menos. El niño sabe que la expresión “chico de la calle” es falsa, ellos no son de la calle, no son de nadie, la calle no los cuida, la calle no los quiere; en todo caso son “chicos en la calle”, tratando de sobrevivir en ella, buscando qué comer, niños que no tienen a nadie y a quienes nadie tiene.

Pero en esos días ni siquiera podía lustrar carros, el invierno implacable y cruel había llegado a la ciudad y cada vez menos gente salía de sus casas; los que lo hacían iban con prisa y casi todos los días la lluvia limpiaba los carros en la avenida. Nadie quería gastar tres pesos en que pasaran un trapo en el auto. En esos días la única opción era sentarse en la vereda y pedirle una moneda a quien pase por ahí, decirles que tiene hambre, que su hermano no ha comido, que tengan piedad. La gente cada vez lo ayuda menos, había días en que sólo conseguía cinco pesos, pese a lo cual no dejaría que su hermano saliera a las calles a pedir dinero con él al menos hasta que cumpla seis años, porque si saliera a sus cuatro años, el niño no podría concentrarse en mendigar, sólo se pasaría el tiempo cuidándolo, vigilando sus pasos y así no lograrían sacar más dinero.

Cada que volvía al puente con su hermano, hacía su mayor esfuerzo por sonreír, por pretender que todo estaba bien; le daba la comida que había conseguido, que por lo general sólo alcanzaba para el hermano, le contaba cosas interesantes de su día, trataba de contarle cosas bellas de la ciudad para que creyera que el mundo era un lugar lindo y amigable. El niño sabía que algún día su hermano debía crecer y darse cuenta de la realidad de las cosas, pero prefería hacerlo feliz aunque sea por ahora, que creyera en un lugar mejor donde valía la pena vivir, que pudiera dormir tranquilo sin preocuparse por lo que hay en la vida real. El se prometió cuidar el cuerpo y la mente de su hermano cuando encontró a su papá muerto a unas cuadras del puente en el que vivían; sabía que a sus ocho años era ahora responsable de sí mismo y de su hermano, y no podía fallar.

Algunas veces el niño soñaba, en las noches que no sentía tanto frío podía soñar con un lugar diferente y bello, algo muy parecido a lo que le contaba a su hermano, donde no tenían hambre o frío, donde no tenían que lustrar carros para vivir; se veía junto a su hermano en un gran jardín donde podían correr y jugar y no estaban solos, estaban con ellos sus amigos, todos los niños que vivían en esas mismas calles, y todos jugaban todos eran felices, no había hambre y nadie lloraba. En medio de sus sueños también fantaseaba que su mamá volvía por él y por su hermano a quienes había dejado sin que nadie supiera sus motivos o su origen. Los días que soñaba esas cosas, despertaba con una sonrisa en la carita y salía a la ciudad con más valor y ánimos que otros días, esperando poder encontrar ese lugar soñado.

Sin embargo, había días en que caía de pronto en la realidad, comprendía que eran sólo sueños; incluso se molestaba cuando su hermano despertaba con la misma sonrisa en su carita sucia, porque sabía que soñar no servía de nada, no para niños como ellos, que están bajo un puente, sin comer. Algunas veces corría, corría con todas sus fuerzas, se iba tan lejos como pudiera, a lugares que no había pisado nunca; trataba de convencerse a sí mismo que no era un sueño, que tal vez sí podía existir ese lugar y corría buscándolo, con esa inmensa necesidad de encontrarlo y refugiarse junto a su hermano ahí para siempre, aún si su madre nunca volvía. Después de muchas horas de correr, al darse cuenta de que despierto nunca encontraría ese lugar, volvía bajo el puente caminando lento, llorando, tratando de hacer que ese recorrido durara mucho tiempo para lograr que sus lágrimas se secaran y que su mente se olvide que de nuevo buscó ese lugar sin encontrarlo de nuevo, luego buscaba en las esquinas o en los basureros alguna golosina para llevarle a su hermano y cuando se acercaba al puente, hacía un esfuerzo sobrehumano por ocultar esa angustia y esa pena infinita que llenaba su alma, tenía que sonreírle a su hermano, contarle que el día había sido hermoso y darle su golosina para ver cómo la devoraba mientras él se acurrucaba en un lugar con la barriga vacía.

La ciudad no había visto un invierno tan inclemente en muchas décadas y desde las calles y los puentes se sentía mil veces más; el viento cortaba la piel como cuchillos afilados, la lluvia se metía por la ropa debilitándolo, el granizo les entumía el cuerpo y les cortaba la respiración. En un invierno tan tremendo la gente no salía, preferían quedarse en casa, ante un buen fuego, tomando chocolate caliente y platicando; cada día era más difícil conseguir un peso y las calles desiertas desalentaban mucho al niño, que volteaba buscando alguna mirada sin éxito.

El hambre era casi tan terrible como el frío, el niño no había comido en tres semanas, su hermano en una. Cada vez le costaba más moverse, pensar, cada vez le dolía más vivir, seguir ahí. Esa mañana de diciembre, helada y fantasmagórica, el niño supo que era la última, su cuerpo no podía soportar más, ya no le respondía; sabía que su hermano tampoco viviría más tiempo, pero no quería pensar en eso, se resistía a imaginarlo. Tirado en la vereda, con el cuerpo congelado, sólo pudo recordar ese lugar que había soñado, tratando de aferrarse con sus pocas fuerzas a su imagen, tratando de convencerse de que es ahí a donde iba, de que su hermano lo alcanzaría ahí y ya no tendrían hambre o frío; aún en esos momentos quería creer que su madre los encontraría en ese jardín, jugando y corriendo con más niños dormidos y nadie tendría miedo. El último aliento fue pensar en su hermano y en ese lugar al que él sabía que merecían ir después de todo.

Al día siguiente, la fría ciudad seguía igual, al salir el sol las calles volvían a brillar con el reflejo sobre la nieve áspera. Nadie se inmutó en el departamento de limpia al trasladar los cadáveres de dos niños al forense para que les pusieran un número de identificación y los mandaran a la fosa. Afuera, la ciudad seguía su curso normal, la gente caminando, un hombre vende diarios en la vereda, la ciudad resurgía sin ninguna angustia reponiéndose del invierno. La ciudad siempre se repone.