Una manga de argentinos

¿Saben por qué se matan, argentinos? Porque son una manga depelotudos. Porque se creen los más vivos, los supermanes, losinvulnerables.

Martín Caparrós.




¿Saben por qué se matan, argentinos? Porque son una manga depelotudos. Porque se creen los más vivos, los supermanes, losinvulnerables. Porque se creen que, como este país maravilloso, estáncondenados al éxito y que, por más boludeces que hagan, van a terminarbien. Porque son incapaces de pensar –entre otras cosas– lasconsecuencias de sus actos. Así que se lanzan a la muerte con el placerde los idiotas. Háganlo, diviértanse. A nadie se puede privar delderecho de agarrar su cochecito recién lavado, levemente tuneado,abonado en incómodas cuotas o contado rabioso, preparado para producirmuecas de envidia en el vecino y jadeos de deseo en las ninfetas, yreventarlo contra un poste a 200 por hora: hacerse moco a 200 por hora,un destino bien macho y argentino. Pero traten de matarse solos. Si lolograran, saludos y buen viaje. El problema es que, en general, se lasarreglan para enganchar a algún incauto y, entonces, pasan de suicidasa asesinos. ¿Y saben por qué matan, argentinos? Porque son una manga depelotudos. Porque se creen los más vivos, los supermanes, y al restoque lo parta un rayo. Porque se creen que, como este país maravilloso,están condenados al éxito y que, por más boludeces que hagan, van aterminar bien. Porque son incapaces de pensar las consecuencias de susactos –argentinos.

Hay más razones, por supuesto. Se puede hablar del parque automotordeteriorado –lógicamente deteriorado en un país deteriorado– que noofrece las condiciones necesarias de seguridad. Se puede hablar de lasrutas deterioradas –pero, por suerte, privatizadas y cobrando peajes ysubsidios– que no ofrecen las condiciones necesarias de seguridad. Sepuede hablar del Estado deteriorado que nos enseña que se puede hacercasi cualquier cosa porque, en última instancia, es probable que todotermine en una coima. Se puede hablar del Estado deteriorado que noenseña qué sí se puede hacer, y por qué habría que hacerlo. Se puedehablar, pero si tuviéramos en cuenta todo eso y actuáramos enconsecuencia, las consecuencias de todo eso darían otras cuentas.

Las cuentas de muertos en las rutas y calles argentinas sonaterradoras. Los accidentes son la primera causa de muerte de menoresde 45 años –la primera causa de muerte de los jóvenes en la Argentina–y siguen progresando. Pero las cifras son sólo la confirmación de loque se ve todos los días: cuando voy por una ruta y el idiota de turnome pega el coche atrás y me torea porque considera que ir, como sueloir, a la velocidad permitida es una pérdida de tiempo y una estupidez yuna muestra de mi innegable cobardía, o cuando un energúmenoautopistero me pasa como una exhalación por la derecha a 170 paramostrar que a él nadie le gana, o cuando un mamerto semivirgen entra enuna bocacalle por la izquierda a 60 sin mirar a los lados porque esmacho o idiota ni recordar ni por asomo aquello de que la prioridad latiene el otro, me dan ganas incontenibles de matarlos. Me vuelvo, porun momento breve y casi placentero, un varón argentino. Y pienso, entreotras cosas, que si tuviera que elegir entre dos amenazas, preferiríaun pendejo acelerado y/o asustado apuntándome con una 38 que aquelejecutivo o sojero o técnico dental pegándome la 4x4 a la cola porquequiere ser el más vivo del barrio: la primera, por lo menos, tienecierta lógica –macabra. Por suerte no puedo elegir; por desgracia, elejecutivo o sojero o técnico dental me atacan con mucha más frecuencia–y producen muchas más muertes.

Faltan, faltaba más, los datos oficiales, pero Luchemos por la Vidadice que en un año –2007, el último computado– se murieron 8104personas en accidentes viales argentinos: 676 cada mes, 22 cada día.Ese mismo año, según el ministerio de Justicia, murieron asesinadas1959 personas; más de la mitad –1090– fueron homicidios que nosucedieron “en ocasión de otro delito”, o sea: no relacionados con ladelincuencia sino con las clásicas reyertas familiares o vecinales, lasal de la vida. En síntesis: en 2007 hubo casi ocho personas muertas enaccidentes por cada persona muerta por un delincuente, pero no paramosde hablar de la inseguridad –que es grave–, porque consigue votos,adhesiones, porque legitima las peores posturas políticas, porque vendealarmas y policías privadas y, sobre todo, porque se le puede echar laculpa al otro: sus ejecutores siempre son otros –los delincuentes, losmarginales, los villeros, los negros– y no, como en las muertes detránsito, nosotros mismos, gente como uno. Que, decíamos, no sólo semata sino que también asesina mucho más que los delincuentes: según elministerio de Justicia, de los muertos en accidentes en 2007, 2014fueron peatones y bici/motoristas: más que todos los muertos enhomicidios, el doble de los asesinados por los delincuentes, un cuartode todas las víctimas de accidentes, los perdedores de la lucha declases vehicular.

Hace años escribí que la civilización eran las rayas blancas: “Haypocos homenajes más repetidos y cursis a la convivencia humana que unseñor que camina por unas rayas blancas como si nada, con semáforoverde y los coches a mil por la avenida, hacia él, con semáforo rojo.Es un gesto de infinita confianza. Sólo un signo lo separa delaplastamiento: sólo una convención. La civilización debe ser suconfianza en que los conductores de los coches van a respetar laconvención.

–Pobre ángel, era tan bueno.

–Sí, nunca eructaba en la mesa, casi nunca.

La convención funciona porque se supone que sirve para el bien detodos. Al automovilista le conviene parar para no tener problemas yporque él será peatón la otra vez, y le convendrá que los demás paren.La convención se basa en la ficción de que los puestos sonintercambiables. No siempre es cierto.

–Pero mi coronel, imagínese lo que sería esto si todos los negritos anduvieran en coche.

–Intolerable, doctor. La barbarie, le digo, la barbarie.

–Usted lo ha dicho, coronel. Va a haber que tomar medidas.”

Las rayas blancas ya no garantizan nada, porque las convencionesque solíamos llamar civilizadas no están muy de moda últimamente. Elproblema es que esas convenciones –esas reglas– son maniobrasdefensivas para ir tirando, para garantizar cierta supervivencia. Si nolas ponemos en marcha, estamos módicamente al horno –porque matar,ahora, es más fácil que nunca en la historia. Solía ser más complicado:había que blandir un arma y atacar, hacerse cargo. Ahora alcanza conpisar el acelerador de un arma que se supone que no es tal sino unmedio de transporte y afirmación social. Es raro que andemos armadostodo el tiempo, y se necesita mucha civilización para paliarlo. Estáclaro que no la tenemos.

Por eso, entre otras cosas, manejamos como manejamos. Y se podríapostular que somos como manejamos: una manga de pelotudos que noscreemos los más vivos, los supermanes, los invulnerables. Que noscreemos que, como este país maravilloso, estamos condenados al éxito yque, por más boludeces que hagamos, vamos a terminar bien. Que somosincapaces de pensar –entre otras cosas– las consecuencias de nuestrosactos. Así que nos lanzamos a la muerte con el placer de los idiotas.

Mientras sigamos manejando así, confirmamos lo que ya sabíamos: quela culpa es nuestra. No digo la culpa de los accidentes, digo la culpaen general: si así manejamos los pinches autos que tenemos, cómo novamos a manejar así el pinche país que nos va quedando.

Por supuesto que el gobierno debería hacer campañas, enseñar,castigar, pero la culpa principal es de cada uno –porque cada uno puedecambiar o no su conducta en la calle. Y por eso las muertes en tránsitoson un caso testigo, uno de los pocos en que se puede cambiar mucho sicada uno cambia, uno de esos donde no vale echarle la culpa al poder, alos políticos, a los corruptos, a la vecina del 3ºC. Si no bajamos lacifra de muertos cada año un poco más, no servimos para nada, nosmercemos todo lo que nos pase. Es así de pavote.


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