La consagración a la política

Raúl Alfonsín, el militante tenaz, el político apasionado, el primerpresidente tras la dictadura. El recuerdo de un hombre respetado ydiscutido que dejó su marca en la etapa democrática que se iniciaba enel ’83.


Por Mario Wainfeld



Fue jefe de una tenaz minoría progresista dentro del radicalismodurante añares. Tuvo digna conducta contra la dictadura y rayó alta supresencia en la APDH. Fue congruente con ese pasado cuando llegó a laCasa Rosada. Ganó la mayoría en la UCR y la presidencia en campañasinolvidables, bañado en multitudes. Recuperó el verbo político, secolocó a la vanguardia en la lucha por los derechos humanos, poniendoen el banquillo a las cúpulas militares. Se hizo centro de la políticadurante un buen trienio, sus adversarios debieron replicarlo parahacerse competitivos. Dos récords se lleva: le cupo ser el primero quebatió al peronismo en elecciones presidenciales libres y más tarde elprimer mandatario democrático que entregó la banda a un dirigente deotro partido. Acaso como nadie llenó la Plaza dos veces conmuchedumbres multipartidarias, en ambas ocasiones las defraudó. Exaltóla democracia con palabras inolvidables, también consagró las “FelicesPascuas”. Cedió ante los carapintadas, firmó las leyes de la impunidad.Coqueteó con la hegemonía, concertó el Pacto de Olivos y la Alianza.Prometió un sistema durable y eficiente, terminó envuelto en lahiperinflación y la anomia. Amaneció peleando contra las corporaciones,más adelante transó con ellas, sin mayor fortuna. La gestión del Estadono fue su fuerte, un síndrome radical: para peor le cayeron tiemposdifíciles. Llevó a su partido, la novia de sus ojos, más alto que nuncay acompañó la mayor caída de su historia.

La mera enumeración previa, que se tratará de ampliar y hacer máscartesiana en las líneas que siguen, habla de un personaje de primerrango, en las maduras y en las verdes. No sería serio, ni justo niinteresante pretender describirlo en cuatro palabras o en un título.

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De la primavera al Plan Austral: La campaña del ’83 y sudesembarco en el gobierno resultaron sus horas más gloriosas. Sintonizólas ansias de una sociedad herida, encerrada y privada de libertadesbásicas. Orador formidable y fogoso, enunció las menciones necesarias:la exaltación de la vida, la promesa “con la democracia se come, seeduca, se cura”, el reproche a todo tipo de autoritarismo. La ilusiónse palpaba en las calles: afiliaciones masivas, concentraciones dedecenas o cientos de miles de argentinos esperanzados. Construyó sutriunfo interpelando a una mayoría social amplia, ganó hasta en laprovincia de Buenos Aires, fue plebiscitado.

Conservó el impulso triunfal hasta fines del ’85, redondeando. Sequiso comer la cancha, plasmar y conducir un tercer movimientohistórico, superador del justicialismo y del radicalismo. “Por cienaños más”, coreaban sus partidarios. La reforma constitucional, eltraslado de la Capital a Viedma eran parte de esos sueños fundacionalesque se fueron diluyendo cuando encontraron resistencia, fuera y dentrode su coalición inicial.

En el primer tramo, dispuso la investigación de la Conadep y elJuicio a las Juntas. Su propósito inicial –que los tribunales militaresjuzgaran a los represores– fue desbaratado por la solidaridad entre losuniformados. Todavía duraba la buena estrella: ese error de diagnósticoayudó a que la Cámara Federal tramitara esa causa ejemplar, un hitoimborrable.

En su arrebato inicial quiso reformar el régimen sindical, mediantela llamada ley Mucci. Le fue un búmeran, perdió apenas la votación enel Senado y consiguió la reconstitución del peronismo cerrado endefensa de la CGT. Una digresión breve: es tentador buscar un paralelocon lo sucedido décadas después con las retenciones móviles.

A medida que rodaba la gestión de gobierno se fue percibiendo lainsuficiencia (si no la pobreza) de su diagnóstico sobre la coyuntura ysus eventuales soluciones. No bastaba el ímpetu democrático pararelanzar la economía y abrir las ventanas de las fábricas. El peso dela deuda externa, el ancla del déficit, los cambios estructuralesfueron subestimados en campaña y en los pininos de su mandato. Tampocohabía noción del fin de un ciclo económico, que (simplificando mucho)corrió entre 1945 y el Rodrigazo de 1975. La pesadilla de la dictaduraacaso camufló el final de un modelo que no se podía regenerar, enpromedio estimado por radicales, peronistas y desarrollistas. Esaperspectiva angostada no era exclusiva de Alfonsín, de lejos el primusinter pares: era una carencia común de la clase política, frizada largotiempo, lanzada al ruedo de sopetón por la catástrofe de Malvinas.

Su primer elenco de gobierno fue tropezando con un universo que noentendía del todo. Alfonsín, igualmente, mantenía el centro del ring.Confrontaba con las corporaciones, discutía de cuerpo presente con losque lo rebatían: se encaramó a un púlpito para regañar a un cura, lorefutó a Ronald Reagan en el corazón del imperio. Con el índice enristre, ceñudo e implacable, reivindicaba ser la izquierda posible.Había que ver lo que decía el establishment sobre él, en aquel olvidadoentonces.

La economía se le pialaba, la inflación galopaba. El peronismorenovador se hacía cargo de su innovación republicana, era su victoriapero le restaba originalidad. Saúl Ubaldini empezaba a ocupar lascalles. Hubo un cambio de elenco, los compañeros de siempre relevadospor técnicos más jóvenes y sintonizados con la época. La narrativafundacional y ambiciosa, la utopía progresista, fue derivando a unrelato “modernizador”. La gobernabilidad, entendida como la limitaciónde las demandas sociales, ganó terreno. Comenzó a definirse a losreclamos como eventuales desestabilizadores: la democracia se podíaponer en riesgo si abundaban los reclamos acerca de cómo se comía,educaba o curaba. Cual un disyuntor que podía saltar si se agregabamucho voltaje.

Dos años antes de la cita más evocada, en abril de 1985, Alfonsínllamó a una movilización para alertar contra un posible golpe. Fue esauna de las Plazas más colmadas y multicolores de la que se tienememoria. Un arco político asombroso por lo vasto lo bancó. Nada comentóél del golpe, anunció (y pidió anuencia para) la “economía de guerra”,la defraudación fue grande pero todavía no rompió el hechizo. No fue ungolpe de knock out, pero sí una premonición.

El consabido plan de estabilización, el Austral, contó con apoyosensible de la población y obró los clásicos efectos inmediatos de esosprogramas. Se frenó en seco la inflación, lo que pareció dar sentido ala nueva moneda. La UCR revalidó en las elecciones parlamentarias deese año, un canto de cisne inadvertido.

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En caída: Su prospecto de democracia fincaba en la civilidady los partidos, las corporaciones eran su bestia negra. Contra laIglesia Católica, mantuvo la lid bastante tiempo: le torcieron el brazoen el Congreso Pedagógico, por mayor organización y militancia. Peroprimó sobre el oscurantismo católico cuando promovió y logró la sanciónde la Ley de Divorcio, un paso enorme en la secularización ymodernización de la sociedad civil.

En su fatal ’87, viró su relación con las corporaciones económicas:no había podido vencerlas, las sumó a su gobierno. Los “capitanes de laindustria” lograron puestos dominantes, la cúpula rancia de la CGT sequedó con el Ministerio de Trabajo. Fue un retroceso a pura pérdida:melló su capital simbólico sin compensación pragmática alguna.

En ese devenir, llegó Semana Santa. Otra vez congregó unaasistencia masiva, fiel, con decenas de miles de espontáneos, de todopelaje. Tenía a toda la sociedad y al peronismo remozado a su vera,cedió ante las demandas de los militares amotinados. Una doble dudaserá perenne. La más obvia, es si estaba forzado a rendirse: su entornoy él mismo siempre porfiaron que sí, que evitaron un mal mayor, quesalvaron al sistema democrático. No fue ésa la lectura preponderante,ni la de este diario. Otro interrogante, quizá más táctico pero enorme,es por qué eligió, amén de retroceder, engañar a la multitud que lovitoreaba y le ponía el cuerpo. Cuatro años atrás estaba un paso pordelante del conjunto de la sociedad, el punto óptimo para un líderpopular. En las Felices Pascuas, decepcionó.

Jamás se le perdonó el “doble discurso”. La sociedad era, todavía,exigente, menos vencida que en el futuro inminente. Carlos Menempodría, más adelante, confesar que había roto el contrato electoral yser reelegido.

El discurrir de la economía no lo ayudaba, el peronismo renovadorle dio una paliza en las elecciones de 1987. Los años siguientes fuerontremendos, en caída libre. El gobierno se fue amoldando, sin logrospalpables, a los dictados de los organismos internacionales de crédito.El contexto internacional no ayudaba, los precios de las materiasprimas rozaban el piso.

El gobierno perdió identidad, acechado por la malaria, la inflacióny la pérdida general de rumbo. Eduardo Angeloz, un competidor internoque no le gustaba ni medio, fue el candidato. Se adelantaron loscomicios para ver si se mejoraba el score, Carlos Menem ganó porgoleada. Entre la anomia, los saqueos y la hiperinflación fue forzosoadelantar la entrega del mando y dejarle las manos libres para dictarlas arrasadoras leyes de Reforma del Estado y de Emergencia económica.No es cuestión de quitarle responsabilidad a ese presidente y a lasociedad que lo acompañó pero el declive del alfonsinismo les hizo elcampo orégano.

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Un lugar en el mundo: La política exterior sigue siendo unode sus buenos legados, en la línea de la autonomía defendida por losgobiernos nacional-populares. Argentina fue eje de una firme presenciaregional en la normalización democrática de Nicaragua. Alfonsín cortóde un tajo las veleidades belicistas de militares y dirigentesargentinos dirimiendo los conflictos territoriales con Chile. Sometió aconsulta popular no vinculante el tratado por el canal de Beagle, goleóa los falaces nacionalistas o dinosaurios que le hicieron frente.

Puso el cimiento del Mercosur, un proyecto inacabado y formidable,típico del último cuarto de siglo, un giro a favor de la unidad de laregión.

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Compañeros y correligionarios: Creyó llevarse puesto alperonismo, cuya capacidad de reconversión y adaptación le fue torciendola mano. Desistió de su afán hegemonista e innovador y se acomodó alrol de consocio del bipartidismo. Una de las tareas comunes era ocluirel surgimiento de terceras fuerzas, aun al precio de consentir ladososcuros del enemigovio. La provincia de Buenos Aires fue el territoriodilecto de esa transacción compleja, complaciente, llena de canjeslícitos o no tanto, justificada en nombre de la gobernabilidad y dedefender la organización partidaria.

Eduardo Duhalde fue el dirigente con el que tuvo más afinidades, enesa provincia y en su difuso pensamiento económico (llamémoslo)desarrollista-productivista. Lo apoyó en su gobierno provisional, alque sumó dos ministros radicales, bien plegados a la corporaciónmilitar y a la judicial que regentearon.

Con Carlos Menem cerró el círculo de socio menor del bipartidismo,al suscribir el llamado Pacto de Olivos. Otra vez eligió conceder en untrance complejo. Ese acuerdo es, a ojos del cronista, injustamentecriticado por su origen secreto. Las negociaciones políticas sueleniniciarse así, nada hay de escandaloso en ello. En este caso, elproducido se sometió al voto popular y la Constituyente. Fue legal ylegítimo, el cuestionamiento válido es a su fondo: habilitó laconcentración del poder menemista, a cambio de quedar como la oposiciónde su majestad.

Néstor Kirchner le llamó la atención de entrada, pero siempre leincomodó que no le prodigara deferencia. Si bien se mira, hay mucho másdel primer Alfonsín en el primer Kirchner de lo que se suele aceptar entrincheras distintas, hubiera venido bien un reconocimiento del otro.Un punto alto de la injusticia fue cuando el ex presidente omitiómencionarlo en marzo de 2004, en el acto de la recuperación de la ESMA.Su punto de vista está contado con más detalle por el propio Alfonsín,en el reportaje que se publica en esta misma edición.

Luego, acompañó la candidatura de Roberto Lavagna por la UCR:evitar la consunción radical que vio de cerca en 2003 fue su últimaobsesión. Un peronista a la cabeza de los boinas blancas, el fin de unatradición. Alfonsín ya había consentido un ensayo general, mucho másgravoso para la Argentina, sobrevolado en el párrafo que viene.

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La Alianza: El Frepaso le sacaba ventaja al heridoradicalismo, pero tal vez ninguno se bastaba para remover al menemismoen 1999. Carlos “Chacho” Alvarez quiso acortar camino, lo eligió parasugerirle la formación de una coalición política. Alfonsín se prendómás de la idea que su mayor beneficiario inmediato, Fernando de la Rúa.Atisbó en la Alianza una tabla de salvación y, zorro viejo al fin,acaso intuyó la victoria en la interna abierta. Era otra ofrenda en elaltar de su partido: él detestaba a De la Rúa a quien siempre clasificócomo un pelmazo de derecha, con sagacidad premonitoria.

Atravesó el mandato de De la Rúa con patente incomodidad. Teníaaliados apreciados en el primer gabinete: Federico Storani, José LuisMachinea, el propio Alvarez. Pero lo desazonaba la tonalidad delgobierno, su política claudicante y recesiva. Su influencia era módicay cada vez que hablaba “los mercados” le ladraban y lo acusaban deaumentar el riesgo país, hacer bajar el Merval y exacerbar lainflación. Ninguna de esas variables precisaba su ayuda, pero el rencordel poder económico le calzaba los puntos. Fue apenas ayer, no serememora ya.

Ante el escándalo de las coimas senatoriales, calló en ejercicio dela solidaridad corporativa. Con los nuevos gabinetes terminó su pocaempatía y optó por ser orgánico antes que sincero, un tributo a laflaqueante gobernabilidad que no es sensato censurar.

Adiós: Le cupo ser protagonista y (por un entrañable rato)líder de una etapa aún inconclusa e insatisfactoria. Un referente deprimer nivel, en logros, errores, recuperación de derechos yregresiones. Jamás dejó de ser un militante, un hombre consagrado fulltime a la pasión política, el mejor (con gran margen) entre suscorreligionarios. Y no escapó a las carencias de su partido y de suépoca. Advenían las primaveras democráticas y transcurría, en materiaeconómico social, “la década perdida”. Esas dos referencias ulterioresacaso circunscriban su responsabilidad en los fracasos y suparticipación en los éxitos, sin anularlos: el tono de época tiene supeso, que en el momento no se termina de pulsar.

¿Cómo se redondea el juicio sobre una figura central? ¿Por lasgrandes metas que se propuso? ¿Por sus acciones más gloriosas? ¿Por suspeores errores y defecciones? La discusión política suele elegir algunade esas opciones, lógicas en el fragor pero incompletas.

Digamos que el apabullante relato de su trayectoria se abre a cieninterpretaciones o alineamientos, también proporcionales a su entidad.

El cronista votó contra Alfonsín en el ’83, se desayunó bastantepronto de que su victoria era lo mejor que pudo pasarle a la Argentinay lo escribió hace casi 25 años. Lo apoyó en las urnas en la consultapopular sobre el Beagle y le hizo el aguante en la Plaza cuando “laeconomía de guerra” y las “Felices Pascuas”, padeció el imaginabledesencanto ulterior, que lo marcó para siempre. Escribe esta columnacon tristeza, sentimiento subjetivo de pérdida y respeto aunque sinrenegar de las discrepancias.

El ex presidente se afilió al radicalismo a los 18 años y militóhasta dar el último suspiro. Fue un militante inclaudicable, amén de undirigente de primer nivel, un presidente ungido por clamor popular, unbatallador en el llano o en la cima. La vocación política signó suexistencia. Atravesó con entereza su enfermedad y murió en la casadonde siempre vivió. Por si es menester subrayarlo: todas estasreferencias son elogios en la escala de valores del cronista. Lospolíticos democráticos de raza, aun aquellos con los que se disiente ose embronca, le caen mejor que la nueva cosecha de deportistas(fogueados en deportes individuales), empresarios ricos, hijos deempresarios ricos o gentes de la farándula que surfean en laantipolítica en pos de votos, a veces con buena fortuna.

Voló muy alto, sufrió reveses crueles. En los últimos tiempos,cuando flaqueaba su salud, recibió reconocimientos un poco tardíos peromerecidos de sus adversarios políticos. El canibalismo de la luchapolítica argentina es proverbial, él se ganó una tregua y algo habráhecho para lograrla.

El cronista no cree en generalidades tales como “el juicio de lahistoria”. La historia no es un área de consensos, desangelada: es unterreno de disputa, tanto como la política. Y luchadores-emblema comoRaúl Alfonsín, como el Cid, como Perón siguen luchando después demuertos. Su legado, su mensaje serán recuperados por otros, concoherencia o sin ella, para bien o para mal. A diferencia del Cid noserá ganador en una sola, última batalla: revistará en combates y aunderrotas ulteriores a su partida, tal el sino de los políticosvocacionales e incansables que la siguen peleando cuando sus cuerposdijeron “basta”.


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