Hay que saber perder
Hay que saber perder
Marcos Winocur
El viejo y los libros
A muchos sorprenderá el saberme entregado a la tarea de demoler mi biblioteca, ladrillo por ladrillo. A la madrugada, mientras todos duermen, me levanto y me dirijo a la cocina como un ladrón. ¿Otro de mis asaltos al refrigerador? Nada de eso. Llevo conmigo un libro que he tomado de mi biblioteca y abro la bolsa de la basura, allí, bien adentro, lo introduzco entre cáscaras de naranja y los utensilios manchados con la sangre oscura de la regla.
Así, día tras día, no sé cuantos libros van. No los quiero ni ver, vámonos, a la calle. Sí, una vez los amé como a nadie en este mundo. ¿Y de qué manera me pagaron? Les diré. Don Quijote se ha jubilado y, piyama en lugar de armadura, no se consigue sacarlo de la casa. Ulyses, por el contrario, no regresa a casa. Y Hamlet, el príncipe, amigo de pensar en voz alta, calla. Poblaban mi biblioteca y mis sueños, yo crucé los mares con Ulyses, los caminos anduve con Don Quijote, Hamlet me sentaba frente suyo a escucharle los monólogos. Fue hace mucho tiempo, antes que desertaran. Porque eso ocurrió, desertaron. Sí, ustedes. Ustedes que se presentaban como eternos, sobreviviendo al paso de las generaciones, ustedes acabaron fallándome y todo se fue a la chingada. Sí, todo. Ya sé que todo es efímero, que todo es fugaz, lo sé. Pero los libros se vanagloriaban de escapar al destino común ¡oh, arcanos del saber y de la fantasía, oh, los mejores amigos del hombre! Bah, bola de papel inútil, unos años, sólo unos años, fueron suficientes para que envejecieran y entraran en agonía, yo les doy el empujoncito final, se van al tiradero o, con suerte, al reciclaje. ¡Largo, fuera de aquí, no los quiero ni ver!
Y bien, cumplida la diaria tarea de un libro menos en mi biblioteca, no tengo más que hacer, me queda la jornada por delante, y es cuando comienzo a deambular por la casa, estoy solo, los demás han salido a trabajar. Oh, oigo el camión de la basura, frena, se ha detenido junto a la banqueta, carga las bolsas, arranca y sigue viaje, ya pasó el camión de la basura.
Me queda el día por delante, las preguntas regresan. ¿Quién luchará contra los molinos de viento, quién defenderá a Penélope, quién hablará del ser o no ser?
¿Quién, quién lo hará?
El niño y las canicas
Voy de un cuarto a otro, del estéreo a la tele, de la biblioteca a mirar por la ventana. Todo me aburre. Me siento, llama el teléfono, no atiendo. ¿Vestirme, salir a la calle? Por favor, si lo que quiero es acabar cuanto antes con el mundo exterior, y a mis anchas envolverme en los recuerdos. Acabar, acabar cuanto antes: nada de brindis con el cartero celebrando que ha dejado de llover, mientras se cumple la ceremonia de entrega de la correspondencia, que, dicho sea de paso, ya casi no recibo. Acabar, acabar cuanto antes con el pan y las salchichas que degluto de pie en la cocina, teniendo por delante todo el tiempo del mundo, no puedo evitarlo; tirados quedan en el fregadero, tirados cuchillo, tenedor, cuchara, plato, vaso. Porque no soporto seguir dialogando con ellos mientras les doy su regaderazo. Todo lo que viene del exterior me lastima, en mi sillón estoy al abrigo, aun cuando los recuerdos, también ellos, pueden hacer daño si se dejan ir por los caminos de lo que pudo haber sido y no fue. Pero sé conjurarlos, mi maestra escribe al frente de la clase, no alcanzo a leer, todo se ve borroso en el pizarrón, me levanto, atravieso el aula, pego los ojos a las letrotas, regreso a mi lugar, chin, ya olvidé lo que estaba escrito, otra vez al pizarrón... La maestra convoca a mi mamá: le compra lentes o lo saca de mi clase, yo contentísimo frente al espejo, parezco un doctor, salgo a lucirme, otros niños me ven, un coro me sigue:
Cuatrojo,
capitán de los piojo,
date vuelta que te cojo.
Oh, las cosas buenas se arruinan en la calle, no importa, haré la lucha, yo, el cuatrojo, seré aceptado por los compas. ¿Cómo? Ya sé, las canicas, aprenderé a jugar canicas, y muy bien, para que me respeten.
Y el niño solitario guardó los amados libros de cuentos y aventuras, y comenzó a entrenarse, era simple, ganaba quien tenía la mejor puntería. Sí, compré canicas y me pasaba horas disparando desde todos los ángulos. Al poco tiempo resulté un buen jugador.
Partió pues el capitán de los piojo a la lid de las canicas. Pero ¡ay! todo allí resultó distinto. No porque los otros niños lo molestaran, no hubo necesidad, él se adelantó: al momento de lanzar la canica algo sucedía, una levísima desviación en la mano y el tiro resultaba fallido. Era inútil, no podía controlarse. Solo, jugando contra sí mismo, resultaba imbatible, pero, contra otros adversarios, el cuatrojo fracasaba. Y claro, la miopía había sido corregida, distinguía las formas sin esfuerzo, medía las distancias con precisión. Y sin embargo... fallaba.
¿Qué fuerza superior hacía a último momento de un cuidadoso apuntar un tiro errado? ¿Canicas embrujadas? Más bien, el cuatrojo embrujado. No entré a la sociedad de los pares, regresé a las lecturas solitarias y desde entonces soy un ratón de bibliotecas, últimamente bastante venido a menos. Las canicas, el tiro fallido, el tiro por la culata, el culo por la tirata, ahora les explico.
Desde niño es así, me salen bien las cosas cuando no creo en ellas. En cuanto una chispa de entusiasmo se enciende, y ya no me da lo mismo que salgan bien o mal, obsesionado porque salgan bien... me encargo de cometer yerros suficientes para acabar en el fracaso. ¡Ja! me recuerda el cuento de la señorita que debía hacer su presentación en sociedad; y esa noche, en medio de un diálogo, queriendo decir me salió el tiro por la culata, escuchó de sus labios:
- Me salió el culo por la tirata.
Así, yo, siempre saliéndome el culo por la tirata. ¿Qué fuerza superior hacía a último momento de un cuidadoso apuntar un tiro errado? No sé, tal vez la mirada de quien iría a contar sus canicas de menos como mis canicas de más, tal vez el miedo a recibir esa mirada.
¿O trataba de evitarme el vacío que sucede al éxito, cuando se ha conseguido lo deseado y buscado?
Oh, mierda, no quiero contemplar al caído, su cara ardiente, jugándose la última canica, no quiero verlo marcharse las manos en los bolsillos vacíos y la derrota hundiendo sus hombros, nada de eso me da placer ni orgullo, al contrario, quiero correr tras él, no, está prohibido, alcanzarlo y devolverle las canicas y pedirle perdón, alto, es peor, no lo hagas, todo eso, más el miedo, más la sensación de vacío, más... ¿vale la pena? ¿Para eso, mierda, me he entrenado durante horas? ¿Y así pasa con los compas, con el mundo, eso me espera para cuando sea grande?
Cuando sea grande.
Mejor adelantarse, más vale ser el buen perdedor que el mal ganador.
Las canicas, los libros, llévense todo en el camión de la basura, fúchila.
Cuando sea grande.
Marcos Winocur es argentino residente en México.
(Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
Fuente: http://cultural.argenpress.info/2009/02/hay-que-saber-perder.html
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