Silvina Ocampo: Ensayo, Entrevista y Cuentos Completos

Silvina Ocampo: Ensayo, Entrevista y Cuentos Completos



El recuerdo está lleno de desmayos, de pérdidas de conocimiento
Silvina Ocampo, Invenciones del recuerdo


En 1937, cuando Silvina Ocampopublicó su primer libro, Viaje olvidado , serie de relatos brevesinspirados en recuerdos de infancia, su hermana Victoria escribió unareseña muy poco generosa. Pese a comentarios que se querían favorables(y gracias a unos cuantos que no lo eran) dejaba claro que el libro lahabía defraudado (los recuerdos de su hermana no coincidían con lossuyos) y, sobre todo, perturbado. Así, esta primera crítica de SilvinaOcampo inauguraba una tradición de lectura que tendría vida larga: lade desconcertarse ante estos textos distintos y por ello mismo (aunqueesto Victoria Ocampo no lo sabía) fecundos.
Es claro que, como primogénita, Victoria Ocampo no podía noasentar su superioridad. Así, reprende a la hermana menor por"desaciertos que molestan", por imágenes "atacadas de tortícolis", y lerecomienda mayor atención a la gramática, esa misma gramática que,junto con "la matemática", dirá más tarde Silvina, era "lo que másdetestaba". La reseña de Victoria se detiene, una y otra vez, en lanoción de lo desviado, lo levemente inapropiado cuando no falso, deestos recuerdos transpuestos: además de esa tortícolis que adjudica alas imágenes, habla de deformación ("la deformación que esa realidadhabía sufrido al mirarse en otros ojos que en los míos" ) y de máscaras("recuerdos enmascarados de sueños" ; "una persona disfrazada de símisma" ). De nuevo, la desaprobación resulta, sin que Victoria lo sepa,observación acertada. En efecto, desde un comienzo, la escritura deSilvina Ocampo es fruto de la desubicación, de desvío con respecto dela convención. Es, literalmente, una escritura que está fuera de lugar.
Invenciones del recuerdo , autobiografía de infancia que habíapermanecido inédita y que publica ahora la Editorial Sudamericana, enconjunción con un nuevo libro de notables relatos, también inéditos,Las repeticiones , ambos al cuidado de Ernesto Montequín, retoma estadesubicación y la lleva a límites imprevisibles. Es ya un lugar comúnhablar de la perspectiva infantil en Silvina Ocampo, del partido quesaca, al igual que Henry James, de la mirada del niño. Relatos como"Voz en el teléfono" o "Las fotografías" son elocuentes ejemplos de esemirar incisivo que desmantela convenciones, esa clarividencia queelogiaba José Bianco y cuyos resultados, ya cómicos ya sobrecogedores(y con frecuencia, las dos cosas a la vez), constituyen la marca deautor de Silvina. Pero no estábamos acostumbrados a que esaclarividencia, que hemos aprendido a admirar en sus cuentos, se vuelvatan sostenidamente sobre la propia historia familiar, apenas disimulada(algunos cambios de nombre, un cambio de sexo) pero reconociblementeautobiográfica.
El relato autobiográfico de infancia no es género muy cultivadoen la literatura argentina ni, por otra parte, en el resto deLatinoamérica. Acaso porque la escritura autobiográfica tienda a versecomo género ejemplar (así, esas vidas de grandes hombres contadas porsí mismos: pongamos por caso Sarmiento o, más cerca de nosotros, losdiarios del Che Guevara), la infancia, sobre todo si el autor eshombre, suele pasarse por alto o elaborarse como ficción. O bien se latrabaja como primera etapa dentro de una vida prestigiosa: es el casode Victoria Ocampo y de María Rosa Oliver. Invenciones del recuerdo seasemeja más a Cuadernos de infancia de Norah Lange o Aguas abajo deEduardo Wilde, textos en que los recuerdos de infancia son la materiamisma del relato. El cotejo del libro de Silvina Ocampo con el de Langearrojaría interesantes puntos de contacto estéticos que valdría la penaexplorar. La comparación con El archipiélago de su hermana Victoria, apesar de la diferencia de modalidad autobiográfica, es inevitable. Medetengo tan solo en un detalle en apariencia trivial, las tapas de losdos volúmenes. En el caso del libro de Victoria (me refiero a laprimera edición), la tapa ostenta una fotografía del abuelo de lasOcampo, "Tata" Ocampo, sentado en una silla, con Victoria, muy chica, asu lado. En el caso del libro de Silvina, la tapa luce una fotografíade una niñita con un brazo en jarra mirando desafiante hacia la cámara,mientras que la otra mano se apoya, con coquetería casi de dandi, en elrespaldo de una silla vacía. Ni una ni otra hermana eligió, claro está,estas representaciones de sí: ambos libros son póstumos. Y sin embargo,podría conjeturarse sin demasiado temor a equivocarse que, de haberpodido elegir, éstas son las fotos que una y otra hubieran elegido.Todo autobiógrafo alberga y nutre una figuración de sí previa al actoautobiográfico (lo que André Gide, experto en la práctica, llamaba "elser facticio preferido" ) y esa figuración gobierna la escritura del yoy sus "invenciones del recuerdo". Tanto en el caso de Victoria como enel de Silvina, un sabio editor intuyó con inteligencia cuál podía seresa figuración autoconstitutiva. En el caso de Victoria, uno de losgrandes temas de El archipiélago , la genealogía, se anuncia ya desdeesa imagen: el yo autobiográfico se constituye "en familia". En el casode Silvina, el sillón está vacío. Donde había patriarca protector ylinaje prestigioso aquí hay, en cambio, ausencia. Silvina está sola. Nodiré desprotegida: la imagen anuncia lo que el texto ofrece al lectorcon creces, un sujeto curiosamente autónomo, fuerte en su mismasoledad, que aprendió muy temprano la no siempre fácil tarea de vivir.
Como pocas autobiografías, Invenciones del recuerdo trabaja esasoledad, la incomodidad de ese sujeto autobiográfico, misfit(inadaptado) por excelencia, aislado en una casa demasiado habitada,demasiado activa. De diversos modos el texto, en sus mismos aspectosformales, refleja esa desazón. En primer lugar, Invenciones... es unaautobiografía en verso. Como bien señala Montequín en su prólogo, lamodalidad tiene pocos aunque ilustres practicantes (en particular,Wordsworth) pero la comparación no es del todo oportuna, dada lacuriosa naturaleza del trabajo poético de Ocampo: verso, sí, pero versolibre, o más bien una suerte de "verso no verso" entrecortado, ajeno allirismo fácil, suspendido en un vaivén genérico que, al coartar todointento de estabilizarse ya del lado de la poesía, ya de la prosa,desconcierta. Además, y como para recalcar el extrañamiento que produceesta dicción oscilante, Invenciones... recurre a un desdoblamientoformal que escinde al sujeto enunciante del sujeto enunciado: el textoestá en primera persona pero esa primera persona no es protagonistasino narradora. Como un maestro de ceremonias, establece los escenariosde la memoria ("Tengo que describir la casa natal/ para dar mayorrelieve a los recuerdos" ) pero luego delega la representación no al yoque fue sino a un ella distanciada, extrañada por el uso de la tercerapersona: "Cuando recuerdo su infancia (yo la asocio a esos árbolesoscuros/ porque son más misteriosos que los otros: [ ] la veo enPalermo". Juego pronominal voyeurístico al que nos han acostumbradociertos relatos de Silvina Ocampo (piénsese en "El pecado mortal",donde un yo habla al tú que fue), en el texto autobiográfico provoca yperturba a la vez, trabando el reconocimiento cuando no laidentificación del lector.
Alienado gramaticalmente, el sujeto de Invenciones... se exhibedistanciado de su entorno, incluso del grupo más inmediato, el de supropia familia. Un yo que narra, un ella narrada y un ellos familiar enel que se distinguen una madre (freudianamente certissima hasta elmomento del abandono) y un padre "sombrío y severo" constituyen si noun núcleo familiar -esta familia se presenta bastante desperdigada- porlo menos los actores principales del relato.
Hay además tías y tíos distantes, a veces ridículos, con nombrescambiados, que poco tienen que ver con la querible tía Vitola de Elarchipiélago de Victoria. Dato notable: las hermanas de la autorabrillan por su ausencia, salvo en pasajeras menciones (la clase dedibujo que toman "sus hermanas"; "su hermana" que toca el piano, lahermana que le censura un dibujo) y entonces de manera anónima,indiferenciada. El único miembro de la familia a quien se nombra (y aquien es fácil identificar) aparece con nombre y sexo cambiados,disfrazado, como hubiera dicho peyorativamente Victoria: la hermanaClara, muerta muy joven, se transforma, en Invenciones del recuerdo, enun hermano llamado Gabriel.
Sorprendente desvío narrativo, el cambio subraya, propongo, elconstante trabajo de distanciamiento al que recurre la autora paravolver contable lo que no se puede contar. Después de todo no hacenotra cosa (en un registro por cierto más leve) los nombres cambiados oinventados, esos apodos cómicos a los que nos han habituado los relatosde Silvina Ocampo. Los sirvientes Hermita de Tabaco, Josefina Ruibarbo,Marcelino Panzas, el dr. Peritonitis o el chauffeur Servando Buic sonnombres carnavalescos en Invenciones... pero no insignificantes. Hacenreír por su calidad exagerada, grotesca, pero a la vez desquicianporque "desnombran": "Molesta de pronto no saber el nombre de algo,/ osaberlo sin descubrir lo que nombra".
Como en sus cuentos, el sujeto autobiográfico de Ocampo es unsujeto al margen que se refugia (si cabe el término) en las orillas-esos "dominios ilícitos", como los llamó acertadamente AlejandraPizarnik- desde donde espía y descifra el mundo.
Animada de una certera sabiduría, como el niño de la fábula que aldeclarar desnudo al emperador subvierte la convención, la niña deInvenciones... observa lo que los otros (el "ellos" familiar y burgués,bienpensante) se niegan a ver: lo obsceno, en los dos posibles sentidosde este término elusivo, es decir, tanto lo que está fuera de escena,lo que no se puede mostrar, como lo sucio, lo que provoca asco y a lavez fascina por su ineludible belleza o su igualmente ineludiblefealdad. Porque es en el afuera del centro y de las buenas manerasdonde las categorías estallan, donde los géneros sexuales se confunden,donde la mirada se afina. En la quinta de San Isidro, en la barrancadel río, habita otro ellos, el de los mendigos que constituyen un mundoprohibido. "No se le acerque,/ ese que viene es un hombre disfrazado demujer./ Tiene viruela o tendrá lepra./ Está lleno de piojos./ Ni losmosquitos lo pican", le advierte el ellos familiar y normativo. Pero elellos incontrolable de las orillas es irresistible: "Vea mis llagas,niñita Jesús". Acaso la imagen más memorable de ese mirar prohibido esla de la mendiga que pide pedacitos de terciopelo, de damasco, debrocato. Cuando la niña se los trae, toma un trozo de tela y"Subrepticiamente levantó la enorme falda que ocultaba/ sucesivasenaguas,/ Abrió las piernas e introdujo el retazo". La mendiga repiteel gesto hasta que alguien sorprende a la niña y la regaña: "Esa locahacía cosas feas. ¿Por qué mirabas?/ ¿Qué hacía con los brocatos?" Laniña elige callar: "No dijo que llevaba en sus pliegues ocultos/ tantosbrocatos, damascos, terciopelos". Como en tantos relatos de SilvinaOcampo, aquí el secreto es a la vez consuelo y obsesión.
¿Por qué mirabas? La respuesta, tácita, sería siempre la misma:porque no se puede, o más precisamente, porque yo no puedo no mirar. Esel pacto que hace todo creador: reconocer el infinito potencial delexceso es también aceptar, como un don difícil, el desafío deatestiguarlo. "He llegado a la conclusion de que todos los momentos/pueden aprovecharse,/ especialmente los que parecen más inútiles",observa el yo narrador. Entre esos momentos "inútiles" (inútiles porqueson como sobras de un mundo adulto que no quiere verlos ni oírlos,excedentes de una convención moral y estética del bien decir) está loabyecto, lo traumático, lo sexualizado: la cosa fea. Es decir, todoaquello que convoca a la niña ("Vení, vení, te estoy esperando" ) y laconmina a mirar: "Muñeca, tenés que mirar por la cerradura de lapuerta./ Te voy a mostrar algo muy bonito".
Ese "algo muy bonito" que le promete el sirviente Chango, y quereconocerá el lector del cuento "El pecado mortal", de Las invitadas,es acontecimiento central de Invenciones del recuerdo. El despertarsexual irradia culposamente a lo largo de este poema-no poema a manerade resto no resuelto, aludido una y otra vez, como pecado imposible deexpiar, por lo menos según los convencionales ritos que ofrece unareligión poco satisfactoria. Queda así la cosa fea suspendida en unaatemporalidad absoluta, provocadora: "Todo ese monstruoso juego leparece hoy simultáneo,/ de modo que no puede ordenarlo".Y porque no selo puede ordenar, se lo escribe, se lo crea. El despertar sexualcoincide con el despertar artístico: "aquel pecado mortal/ que ibaperfeccionando/ a medida que pasaba el tiempo,/ con infinitossubterfugios".
"Ese acto no precede ni subsigue a los otros", observa el yonarrador. Se refiere al turbio encuentro sexual con el sirviente perotambién podría referirse a un acto de creación. Libro que narra undespertar sexual traumático, esta insólita autobiografía narra tambiénel despertar del deseo creador. De hecho, en más de una anécdota deInvenciones... se rozan sexualidad y creación. No digo creaciónliteraria: la escritura llegará después en la vida de Silvina Ocampo.Digo dibujo, pintura, su primer medio de expresión para registrar esaimperiosa imagen que su mirada capta más allá de la convención. Eldibujo de un caballo con "un promontorio que parecía dos frutas/ entrelas patas traseras del animal" lleva a la censura familiar: "no, estono",/ y le obligó a borrar la parte que empezó a parecerle vergonzosa"pero lleva también al descubrimiento. "Sin embargo, a pesar delpromontorio/ que no pudo borrarse del todo,/ a partir de ese momento/la familia declaró que tenía disposición para el dibujo,/ verdaderasdisposiciones". Lo que no puede borrarse del todo (del papel, de lamemoria) es lo que pide ser dicho, lo que dirá una y otra vez laescritura de Silvina Ocampo, como en el cuento "Tales eran sus rostros"de Las invitadas: "Por horrible que sea un secreto, compartido deja aveces de ser horrible, porque su horror da placer: el placer de lacomunicación incesante". Invenciones del recuerdo es un nuevo,insuperable ejemplo de esa comunicación.

Por Sylvia Mohillo







ENTREVISTA A SILVINA OCAMPO POR MARIA MORENO
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Enlos años ‘70, Silvina Ocampo no daba entrevistas. Pero se permitíacoquetear por teléfono si escuchaba una voz joven. No se negaba deentrada. Imponía condiciones, con la seguridad de que no seríancumplidas. A mí me propuso que le enviara un cuestionario donde ningunapregunta tuviera que ver con la literatura. Yo, alentada por unavoluntad irresponsable, lo logré. Mi admiración por Silvina Ocampo sedebía más a sus mitologías que a su calidad literaria. Yo imaginaba queella amaba parar la oreja en las antecocinas, ser médium de lasClotilde Ifrán, las Ana Valerga y los Celestino Abril, nombres simplesllevados de la cátedra oral barriobajera a sus personajes. Si Freudconvirtió la pasión de Juanito por los caballos en miedo y a loscaballos mismos en una suerte de ectoplasma del padre, ella habíainventado los niños transedípicos. En el paidófilo que revela secretosen el cuarto de servicio, la maestra que amenaza con la estatua de losgrandes próceres a los niños retrasados y la adivina que fabrica fajasy corpiños en sus ratos de ocio, los niños-personajes de Silvina Ocampoencontraban a ese alguien capaz de arrancarlos de una dialécticafamiliar donde la megalomanía ilustrada de los padres convierte susfornicaciones nocturnas en el fantasma privilegiado de la novelainfantil. Por suerte, en los cuentos de Silvina Ocampo existían elrapto, la soga Prímula y el libidinoso perro Clavel, tan amables comola cacatúa verde que enamoró de niña a la princesa Bibesco. Yo, en esosaños, repasaba y repasaba con fervor El antiedipo de Giles Deleuze yFélix Guattari.
La entrevisté: Silvina Ocampo se sentaba en forma de esvástica,usaba piloto dentro de la casa y salía a la calle sin cartera. Meenamoré de ella. Y como juzgué que ése era un sentimiento reservado,dejé la cama matrimonial y me mudé a la habitación de mi hijo, que memiraba asombrado a través de los barrotes de la cuna. En esa época, laexageración y las relaciones prohibidas eran bien vistas. La entrevistaduró cinco meses. Ella no cesaba de corregirla; yo, de ir a su casa concualquier pretexto. Me le declaré. Me preguntó qué quería decirexactamente o, mejor dicho, exactamente qué quería hacer. Yo no teníaidea. Ella sonrió y dijo: “Sufro del corazón”. “Yo soy más linda queAlejandra Pizarnik”, le contesté y me fui dando un portazo. La ceguerade la timidez puede convertirse en audacia.
Volví. Ella me saludó como si nada hubiera pasado. A modo de pacesme prestó un retrato a la carbonilla de Manuel Mujica Lainez queacababa de hacer. Lo perdí en la redacción de El Cronista Comercial. Siahora me pasara una cosa así, no sabría cómo disculparme, pero entoncesla conservación de una propiedad privada valiosa me parecía casiindecente. Ella reclamó sin énfasis. Era una dama. En una ocasión, paraexplicarme su tardanza en abrir la puerta del departamento, me dijo:“No escuché el timbre. En esta casa los sonidos son tan bajos como lasvoces que escuchaba Juana de Arco. Deben ser las cucarachas las queensordecen el timbre”. Me sumergí en una prolongada y detallistadigresión acerca de la variedad, insistencia y capacidad de adaptaciónde la cucaracha unida a su apariencia de eternidad. Se me acercó conafectada complicidad y, bajando la voz, me dijo: “La cucaracha es elSer”.
A pesar de su deseo de controlar la entrevista sin que se leescapara nada, me confió que la anécdota de El pecado mortal, donde elpersonaje, poco antes de tomar la comunión, se entrega a juegoseróticos con un criado, era autobiográfica. Yo ni me di cuenta de loque me estaba diciendo y no usé esa confesión en mi nota. Varias vecesse quejó del éxito de Poldy Bird, a la que, sin embargo, apreciabamucho porque la divertía; del de Silvina Bullrich, a la que quería porla misma razón.
–El otro día, una mujer me paró por la calle y me dijo: “Silvina,¡qué emoción encontrarla! Compro todos sus libros, todos. ¡Cómo megustó Los burgueses! Acá justo tengo mi ejemplar, ¿me podría dar suautógrafo?”.
¿Y usted qué hizo?
–Firmé: Silvina Burrrich.Una vez me hizo un cumplido: luego deintentar en vano hacerla opinar sobre ciertos escritoreslatinoamericanos, un profesor visitante se disculpó antes de retirarse,con la siguiente frase: “Bueno, es hora de abandonar esta bellaconversación”. Silvina Ocampo me miró de reojo y me dijo con falsodesdén: “Te llamó conversación. Qué raro, ¿no?”.
Cuando la entrevista amenazaba con estar lista, me regaló un autominúsculo que perdí dentro de la cartera. Yo le regalé un tapiz con unCristo tercermundista que imitaba la artesanía popular salteña (erahorrendo). Me contestó con una carta tan personal como una tarjeta deNavidad. Una vez entré bruscamente en el departamento de la callePosadas. Estaban sentados en la oscuridad Borges, Silvina y VictoriaOcampo. No fui presentada. Victoria me preguntó si mi poncho salteñoera auténtico. Por supuesto que no, pero no contesté. Buscaba lapuerta.
–Escribo porque no me gusta hablar, para dejar un testimonio másde la vida o para luchar contra ese exceso de materia que acostumbra arodearnos. Pero si lo medito un poco, diré algo más banal.
¿Cómo empezó?
–Apenas me acuerdo cómo. Escribí con tiza en los escalones de unaglorieta: “Si no existiera el punto de interrogación, nadie mentiría”;acto que mereció una penitencia. Luego: “Me da miedo la sombra tannegra de la rosa, tan rosada cuando no es sombra”.
¿Por qué nunca abordó la novela?
–Lo he hecho algunas veces. Este plural me exime de referirle misexperiencias que serían muy largas de contar y equivaldría a escribirotra novela titulada Mi experiencia con las novelas. Además, porcábala, hasta no publicarlas (pues espero publicarlas algún día) no lascontaré.
Cuénteme el recuerdo más antiguo que tenga.
–Creo que es un pedazo de vidrio verde de botella rota que encontréen la orilla del lago de Palermo y creí que era una piedra preciosa.¿Pensé que estaba en las excavaciones de Taormina? ¿Escondí la piedrapreciosa dentro de mi mano para que nadie supiera que se efectuabanexcavaciones tan importantes? Apreté el vidrio en la palma de la mano.Me lastimó, brotó sangre. No fue motivo para desencantarme, ya que enla piedra quedó una pincelada roja. Tal vez fue mi primera pintura.
¿Cómo empezó a pintar?
–En mi infancia, con lápices de colores o con pastel. Una de laspinturas mías que prefiero (y seguramente la prefiero porque la perdí)es la de la estatua de terracota que sostenía un jarrón que derramabaagua sobre una fuente. De la boca rota de la estatua manaba tambiénagua debido a algún desperfecto de la instalación. Estaba en una quintadel Tigre, entre hojas de palmera y de bambú. En el fondo sevislumbraba una piragua sobre el río. Como no había llevado pinturasaquel día, dibujé con un lápiz prestado y un papel de esos que hay enlas panaderías para envolver facturas. Pude colorear el dibujo conhojas gruesas, pasto y una flor cuyos pétalos largaban un jugo rojo;utilicé un lápiz labial que froté contra el papel. Usted no me creeríasi le digo que eso fue mi mejor pintura. Es claro que nadie puedecomprobarlo porque la perdí.
¿Dejó alguna vez de pintar?
–Nunca. Por mucho que me lo proponga, porque tal vez me perturba.Ella me abandona a veces, me echa de su dominio severamente como sipintar fuera como rezar, una obligación mística.
¿De qué manera irrumpe lo fantástico en su vida?
–Como el canto de un mono en la noche.
Y ese canto, ¿le resulta agradable o desagradable?
–Agradable... Un día, y a pesar de que siempre me trajeron malasuerte, quise comprar un pájaro. Un vendedor me los mostró, uno poruno. Yo deseaba elegirlo por su canto, no por su plumaje. El vendedorme señalaba, por ejemplo, un canario. Yo pensaba: detesto el canto delcanario. Luego un zorzal, que me gusta tanto. Pero no me decidía. Elvendedor me mostrabacalandrias, cardenales, tordos y hasta una cotorraque, según él, cambiaría mi suerte. Pero yo seguía resistiéndome.Entonces escuché un sonido muy extraño que provenía de las jaulasubicadas en la parte inferior del cuarto. “Ese es el canto que quiero”,dije. El vendedor me indicó con un gesto el lugar de donde provenía. Meacerqué y vi un mono tan pequeño que su cara era como una mano.
¿Era de noche?
–No, aunque sólo de noche ocurren cosas tan misteriosas.

Silvina Ocampo sonríe desde la penumbra. Detrás de ella, a lo largode las abarrotadas bibliotecas, sobre la chimenea o la mesa ratona,decorada con escenografías de Norah Borges, al margen de todaostentosidad o sentido de conservación, los objetos yacencircunscriptos a sus funciones específicas: los relojes, a laimperfecta medición del tiempo –ninguno anda–; los retratos, a laevocación o a la nostalgia; los pisapapeles, a la mera justificación desu nombre; el pasillo, al acercamiento geográfico o al diario ysaludable cultivo del terror. Ella se pone de pie para encender unalámpara, cuya débil luz apenas logra disminuir la oscuridad del living,y permite el descubrimiento de algunas fotografías que, desde losanaqueles, motivan afectuosas presentaciones: Jorge Luis Borges, PepeBianco, Alejandra Pizarnik, André Gide, Franz Kafka... Tiene un tic:acariciar un colgante que le cae sobre el escote –con una piedra rotaengarzada–, tal vez el mismo cuya pérdida y recuperación envió a laspuertas del infierno a una mujer llamada Camila en su cuento Losobjetos. Sus respuestas eluden obstinadamente la referencia temporal,la anécdota fácil protagonizada por hombres gloriosos, el relato de supropia existencia. “Yo no tengo autobiografía. Tendría que inventarla.”Cuando de pronto entra alguien, seguramente un empleado de la casa,para ofrecer una bebida, lo mira como a un desconocido, como si tenerpersonal de servicio fuera algo que pudiera ignorar en su propia casa.
¿Por qué diría Sabato en Gente que a usted no le gustaba Bustos Domecq?
–A pesar de que hayan pasado ya veinte años de aquella época, yodiría que es una interpretación apresurada sobre mis gustos. Le haríanotar además que yo no necesitaba irme a oír a Brahms cuando mi maridohablaba con Borges. Porque la música de Brahms estaba ahí, como lasparedes, rodeándonos, pues en el cuarto donde oíamos música,charlábamos, leíamos, estábamos y no podríamos sustraernos de lamúsica, cuando alguien ponía algún disco.
¿Por qué dice que es un juicio apresurado?
–Porque podría yo decir que las cosas que más me gustaron a vecesson aquellas que me gustaron con cierta repugnancia al principio o casisimultáneamente; por ejemplo, el caviar. “No me gusta el caviar”, habrédicho alguna vez, y luego: “¿Sabés que no es tan feo el caviar?”, obien: “No me gusta Goya, con sus brujas, cuando yo era chica dibujabaasí”. Luego: “¿Sabés que me gusta bastante?”. Finalmente: “Creo queGoya es el pintor que más me gusta”.
Sabato, que es tan sutil, ¿no comprenderá esto?
–Claro, comprende todo, pero se trata de un wishful thinking (algo así como expresión de deseos) retrospectivo.
¿Por qué no le gustan las entrevistas?
–Tal vez porque protagonizo en ellas el triunfo del periodismo sobre la literatura.
¿Qué prefiere, su poesía o su prosa?
–Creo que son tan diferentes que se equilibran entre sí, hastapodrían matarse por contumacia. Pero escribir poesía me produce casisiempre una especie de empalagamiento intolerable, sin paliativo. Encambio, tengo el hábito resignado de la prosa. Con mi prosa puedo hacerreír. ¿Será una ilusión? Nunca, ninguna crítica menciona mi humorismo.
¿Podría ser que ese humorismo exista para usted sola?
–No, creo que algunos cuentos míos gustaron por su humorismo. A lomejor éste es un poco especial y, porque no pueden catalogarlo nicompararlo conotros, los críticos lo olvidan. Pepe Bianco me dijo ayer:“Eramos cinco o seis personas, nos reíamos mucho leyendo algunos de tuscuentos”; “¿Pero les gustó?”, le pregunté. Bianco se impacientó: “Pero,¿qué más querés?”.
¿Le gustó que le dijeran eso?
–Me encantó. Si me hubieran dicho: “Lloramos leyendo algunos de tus cuentos”, no me hubiera gustado.
¿De qué prejuicios es motivo su apellido?
–Nunca se me ocurrió que existieran esos prejuicios. Manuel Puig mellamó O Field; otras personas me dicen ¡Oh Campo! Naturalmente, estasvariaciones me gustan mucho.
Cuando se otorgó el voto a la mujer en la Argentina, ¿qué actitud tomó?
–Confieso que no me acuerdo. Me pareció tan natural, tan evidente, tan justo, que no juzgué que requería una actitud especial.
Su hermana Victoria, por ejemplo, hizo polémicas declaraciones...
–Es que yo estaba en un claustro.
¿En uno verdadero o imaginario?
–En uno verdadero.
¿En cuál?
–No sé. ¡Estuve en tantos!
¿Cómo incide la política en su vida?
–Como la peor y la más atormentadora de las materias de estudio.
¿Cuál es su opinión sobre las feministas?
–Mi opinión es un aplauso que me hace doler las manos.
¿Un aplauso que le molesta dispensar?
–¡Por qué no se va al diablo!
Hábleme bien de Victoria Ocampo.
–Es tan sincera que nunca disimula lo mucho que le gusta algo que a uno no le gusta nada.
Hábleme mal de Victoria Ocampo.
–Es muy difícil hablar mal de ella sin hablar bien de ella. Porejemplo: es tan sincera que nunca disimula lo poco que le gusta algoque a uno le gusta mucho. Por eso ser sincero es ser potente.
¿Cuál fue el encuentro más importante de su vida?
–A.B.C.
¿Bastarán las tres primeras letras del abecedario para denominar un encuentro tan importante? ¿Podría contarme ese encuentro?
–No podría, sucedió en la oscuridad, la oscuridad de la sombra, cuando deslumbra el sol.
(Mientras habla o entrega con reticencia sus respuestasmecanografiadas, se escucha a lo lejos el tintineo de una gotera.“Tengo que escribir algo sobre las goteras, sobre su música.”)
¿Cuál es el lugar más hermoso de la Tierra?
–El campo de la provincia de Buenos Aires, donde las nubes son lasmontañas; las flores moradas o el lino, el mar; los espejismos, laorilla de un lago. Hay muchos lugares más hermosos, pero éste mecautiva, no sé por qué misterio. Cuando viajé, siempre me llamaba laatención esa nostalgia tan arbitraria. Cuando oí cantar un ruiseñor,extrañé el nuestro, que es el zorzal.
¿Quiénes son sus fantasmas?
–Hoy, en cierto modo, todo resulta un poco fantasmal para mí, másaún que las personas, los objetos. Me acuerdo en especial de uno deellos. Estaba en el centro de un jardín de invierno de la casa de mispadres, en la esquina de Viamonte y Florida. (Era en realidad la sumade tres casas que estaban separadas por sendos patios. En una de ellasvivíamos nosotros, en otra unas tías abuelas y en una tercerafuncionaba el escritorio de mi padre.) El objeto al que me refiero esuna estatua: un niño que luchaba contra un viento de mármol. Ese es unode mis fantasmas favoritos. También recuerdo una claraboya verde, deese vidrio con que se fabrican los frascos antiguos. Le dediqué uncuento que todavía me gusta y que se titula “Cielo de claraboya”.
¿Qué es la virtud? ¿Existe?
–La virtud es tan dominante y variada, tan ecléctica, que puede serun defecto o una virtud gigante como los detergentes que deterioran,como el jabón en polvo, como los engañosos perfumes expuestos en lasvidrieras de las farmacias en enormes botellas o en fascinantes envasesde material plástico. Negar la virtud sería negar los defectos. Nada estan maravilloso, deslumbrante, avasallador.
¿Cuál es su mayor pecado?
–Mi voz, con z y con s, porque el prójimo es el espejo de uno mismo.
¿Qué es el mal?
–Un cuadro pintado con acrílico: un durazno tan lindo que parece una alcancía, devorado por un gusano que parece un dragón.
Cuénteme un sueño.
–Este es un sueño que no he olvidado y que puedo contar. Espero queno se duerma. A la caída de la noche yo subía, por un camino boscoso,una sierra. El sendero, entre arbustos con espinas, no era empinado. Enel silencio, yo advertía crujidos de ramas que indicaban que alguien seescondía. Debía de correr algún peligro porque aceleraba mi marcha y depronto el miedo me inmovilizaba. Ninguna luz brillaba entre las ramasde las plantas. Era un paisaje, tal vez en Córdoba, más bien invernal,de gran sequía. La oscuridad se volvió muy profunda. Después de caminarde nuevo entre el polvo de la senda, bruscamente llegué a una mesetailuminada por una intensa luz. Si el bosque era negro y gris, aquí lameseta era azul y dorada. Sobre una tarima vislumbré un piano de cola,negro y lustroso, como de ébano, con la tapa abierta y el interior delinstrumento a la vista (por una extraña perspectiva). La visión de esepiano nítido, con su forma armónica, me produjo una intensa felicidad,como si del piano hubieran surgido todas las músicas dilectas.
¿Y una pesadilla?
–¿No basta la realidad?
Con la flexibilidad de un cuerpo irreverentemente joven, sedesplaza por el cuarto para mostrar unas fotografías: la primera es deuna mujer de arena que ella misma modeló, y cuya pérdida a orillas delmar fue motivo de uno de sus mejores poemas; la segunda pertenece a unaestatua que rescató o mandó rescatar de una antigua casona de Adroguéya desaparecida y cuyas mutilaciones reparó con un poco de arcillaencontrada en el campo. El giro absurdo tomado por algunas preguntasparece no desconcertarla sino más bien satisfacer su deseo deseducción.
¿Y qué opinión tiene sobre esas muñecas de porcelana que están sentadas sobre los acolchados de algunas solteronas?
–Más interesante sería saber qué opina esa muñeca. Podría preverlo,pero sería el punto de partida de un cuento que ahora mismo se meocurre y si tengo la suerte de escribirlo se lo dedicaría a usted. Yoconocí a un muñeco con un capuchón, todo vestido de blanco, quehablaba: “¿Querés jugar conmigo?”, susurraba, “no tengas miedo”; a míme daba un miedo horrible, pero a los chicos los hacía reír muchísimo,“Brr, brr, qué frío tengo”. La muñeca de porcelana antigua no habla,desaparece enigmáticamente, tiene un vestido cuyas puntillas serviránpara adornar las vestimentas de la moda actual. Sus ojos quedarondebajo de la almohada. También me dan miedo sus ojos, como la voz delmuñeco que habla.
En las cálidas antecocinas familiares, en cuartos del suburbioapenas adornados por una lechuza embalsamada y una piel de tigre comidapor las polillas, en atiborrados saloncitos para la costura, tal vezSilvina Ocampo haya aprendido, con el placer de enfrentar un ritualprohibido, las sabidurías de la medicina doméstica, las sentenciassimples que jamás se equivocan, a leer en las líneas de la mano elpequeño pliegue dejado por los celos, las islas de dolor queinterrumpen el curso de la vida, el triángulo ínfimo que representa ala locura. Sospechosa de una erudición que jamás exhibe, prefieredeslizar ante su interlocutora los ecos de ese aprendizaje: “Los ojosdorados cambian de color todo el tiempo”; “¿No vio,cuando estabaembarazada, en la trama del tapiz que tejía, el rostro de su futurohijo?”; “La vida pone señales en todas partes, sólo que la gente nopermanece atenta”. Luego continúa el juego.
Cuénteme un viaje.
–Por el camino de la montaña que lleva a Megéve, en el mes deenero, en pleno invierno, avanzaba el automóvil como sobre algodón. Unprecipicio a un lado, perfecto como una tapicería, la piedra abruptadel otro, leves como plumas de cisne, perfeccionaban la soledad. Perola nieve no es tan buena como parece. De pronto un “convoyextraordinario” (así lo llaman en Francia) lentamente detuvo su marcha.Iba adelante, ocupando casi todo el ancho del camino. Las huellas quedejaban las ruedas del camión hacían patinar las de nuestro automóvil,empujándolo al abismo. Cuando se detuvo el camión y tuvimos que frenar,se deslizó ligeramente el automóvil. Caía la noche, íbamos a bajar delcoche para pedir consejo al camionero. Me alcé las botas: la izquierdaen el pie derecho, la derecha en el pie izquierdo. “Dicen que trae malasuerte”, musité aterrada, cuando vi, pegados casi el vidrio de laventanilla, cuatro farolitos que parecían de bicicleta. Qué extraño,pensé, ciclistas a esta hora, a esta altura y con esta nieve. Losfarolitos subían y bajaban en el aire. Pensé que tampoco la acrobaciaciclística podía convenir a ese clima. Me saqué la bota izquierda,luego la derecha. Me calcé las botas, cada una, ahora, en su piecorrespondiente. Cuando volví a mirar la oscuridad, me pareció esta vezque los farolitos eran ojos de gato o de perro. No me equivoqué, eranojos, ojos de lobos que miraban. Recordé que había leído en algunaparte que cuando los lobos saltan alegremente es porque se preparanpara un festín. Entreabrí el ventilete y grité al camionero: “Señor,¿éstos son lobos o perros? ¿Perros o lobos?”, repetí, cambiando elorden de las palabras. Durante unos instantes pregunté en francés conmi mejor pronunciación: “¿Loups o chiens? ¿Chiens o loups?”. Creería elhombre que yo lo insultaba porque en francés armonizaban mal laspalabras. Nadie contestó, conectamos la radio, movimos los diales,oímos algo de Schumann... Debía ser un gran pianista el que tocaba elpiano. Los lobos debían escuchar porque no se movían. Aumentamos elvolumen del sonido en el momento en que se oyeron los aplausos y la vozestruendosa de un locutor que habló de Schumann con énfasis: los ojossúbitamente desaparecieron. El “convoy extraordinario” se pusolentamente en marcha; en el momento de arrancar casi se nos vinoencima. Detrás de esa mole peligrosa, pero protectora en cierto modo,reanudamos el viaje. Casi arrepentida de llegar tan pronto (porque elmiedo es a veces un elemento mágico), arribamos a Megéve.
¿En qué cree Silvina Ocampo?
–Creo de mil maneras: en la reencarnación, en la divinidad... Creoen el perro, hasta en la rosa, en Santa Rita porque lleva un libromisterioso en la mano que nunca he podido leer; en el Espíritu Santo,en el alma de las plantas.
¿También en el cielo?
–Y en el infierno, porque abruma creer que ha de haber tantas personas que no creen en nada.
¿Quién cree que la espera en el cielo?
–Me daría mucho trabajo contestar.
¿Y en el infierno?
–Todo el mundo. Tanta gente que apenas se oye lo que dicen.
¿A quién quisiera usted encontrar?
–A los que me esperan en el cielo.
¿Y al paraíso cómo se lo imagina?
–Si el que imaginó el paraíso fue tan omnipotente, ¿cómo podría yoimaginar un paraíso que no fuera más fácil de perder? Vanamente setransforma la manzana en durazno. Adán en Ceferino Namuncurá. Elparaíso seguirá siendo vulnerable.








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