Europa repite los errores de América Latina
Por Rafael Correa
El presidente ecuatoriano, Rafael Correa, analiza con claridad cómo la respuesta a las crisis latinoamericanas de los años 80 y 90 fue la puesta de los Estados al servicio de los organismos financieros, en perjuicio de los pueblos. Observa con asombro que, en la actual crisis europea, vuelven a ser los dictados del capital los que señalan el camino.
Nosotros los latinoamericanos somos expertos en crisis. No porque seamos más inteligentes que los demás, sino porque las hemos sufrido todas. Y las hemos gestionado terriblemente mal, pues sólo teníamos una prioridad: defender los intereses del capital, a riesgo de hundir a toda la región en una prolongada crisis de la deuda. Hoy miramos con preocupación cómo Europa toma a su vez el mismo camino.
En los años 70, los países latinoamericanos entraron en una situación de endeudamiento externo intensivo. La historia oficial afirma que esta situación fue el resultado de las políticas aplicadas por gobiernos “irresponsables” y los desequilibrios acumulados como consecuencia del modelo de desarrollo adoptado por el subcontinente después de la Segunda Guerra: la creación de una industria capaz de producir localmente los productos importados o la “industrialización por sustitución de importaciones”.
Este endeudamiento intensivo, en los hechos, fue promovido –e incluso impuesto– por los organismos financieros internacionales. Su supuesta lógica pretendía que gracias al financiamiento de proyectos de alta rentabilidad, que en aquel momento abundaban en los países del Tercer Mundo, se alcanzaría el desarrollo, mientras que el rendimiento de esas inversiones permitiría reembolsar las deudas contraídas.
Eso duró hasta el 13 de agosto de 1982, momento en que México se declaró incapaz de reembolsar las sumas correspondientes. A partir de entonces, toda América Latina tuvo que sufrir la suspensión de los préstamos internacionales, al mismo tiempo que un brutal aumento de las tasas de interés de sus deudas. Préstamos que habían sido contraídos al 4% o al 6%, pero con tasas variables, de golpe alcanzaron el 20%. Mark Twain decía: “Un banquero es alguien que te presta un paraguas cuando hay sol y te lo saca apenas empieza a llover”.
Así empezó nuestra “crisis de la deuda”. Durante la década del 80, América Latina realizó hacia sus acreedores una transferencia neta de recursos de 195.000 millones de dólares (cerca de 554.000 millones de dólares al valor actual). Al mismo tiempo, la deuda externa de la región pasaba sin embargo de 223.000 millones de dólares en 1980 a… ¡443.000 millones de dólares en 1991! No porque se hubieran tomado nuevos créditos, sino a causa de la refinanciación y la acumulación de intereses.
De hecho, el subcontinente vio el final de la década del 80 con los mismos niveles de ingreso per cápita que a mediados de los años 70. Se habla de una “década perdida” para el desarrollo. En realidad, si hablamos de pérdida, fue toda una generación la que se perdió.
Aunque las responsabilidades hayan sido compartidas, los países centrales, las burocracias internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y los bancos privados internacionales, desde luego redujeron la dificultad a un problema de sobreendeudamiento de los Estados (overborrowing). Nunca asumieron su propio rol en el otorgamiento de créditos concedidos de manera irresponsable (overlending), su contrapartida.
Las severas crisis presupuestarias y de endeudamiento externo generadas por la transferencia neta de recursos de América Latina hacia sus acreedores llevaron a buena cantidad de países de la región a redactar “cartas de intención” dictadas por el FMI. Estos apremiantes acuerdos permitían obtener préstamos del organismo, así como su aval en la renegociación de las deudas bilaterales con los países acreedores, reunidos en el seno del Club de París.
Esos programas de ajuste estructural y de estabilización impusieron las recetas de siempre: austeridad presupuestaria, aumento del precio de los servicios públicos, privatizaciones, etcétera. Medidas mediante las cuales no se buscaba salir lo antes posible de la crisis, ni estimular el crecimiento o el empleo, sino garantizar el reembolso de los créditos de los bancos privados. A fin de cuentas, los países implicados seguían estando endeudados, ya no con esos establecimientos, sino con los organismos financieros internacionales que protegían los intereses de los bancos.
A principios de los años 80, un nuevo modelo de desarrollo empezó a imponerse en América Latina y en el mundo: el neoliberalismo. A este nuevo “consenso” acerca de la estrategia de desarrollo se lo conoció como “Consenso de Washington”, y sus principales creadores y promotores eran los organismos financieros multilaterales con sede en Washington, como por ejemplo el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos de América. Según la lógica en boga, la crisis en América Latina se debía a una intervención excesiva del Estado en la economía, a la ausencia de un sistema adecuado de precios libres y al distanciamiento de los mercados internacionales –quedando claro que estas características se desprendían del modelo latinoamericano de industrialización por sustitución de importaciones–.
Como consecuencia de una campaña de marketing ideológico sin precedentes maquillada como investigación científica, y de las presiones directas ejercidas por el FMI y el Banco Mundial, la región pasó de un extremo al otro: de la desconfianza en el mercado y la confianza excesiva en el Estado, al librecambio, la desregulación y las privatizaciones.
La crisis no fue sólo económica; resultó de una carencia de dirigentes e ideas. Tuvimos miedo de pensar por nosotros mismos y aceptamos de manera tan pasiva como absurda las imposiciones externas.
Déjà vu en Europa
La descripción de la crisis que atravesó Ecuador le será acaso familiar a muchos europeos. La Unión Europea sufre de un endeudamiento producto de, y agravado por, el fundamentalismo neoliberal. Respetando la soberanía y la independencia de cada región del mundo, nos sorprende constatar que Europa, a pesar de ser tan ilustrada, repite en cada punto los errores que ayer cometió América Latina.
Los bancos europeos le prestaron a Grecia pretendiendo no ver que el déficit presupuestario griego era cerca de tres veces mayor al que declaraba el Estado. Se vuelve a plantear el problema de un sobreendeudamiento del que se omite evocar la contrapartida: el exceso de crédito. Como si el capital financiero nunca tuviese ningún tipo de responsabilidad.
De 2010 a 2012, el desempleo alcanzó niveles alarmantes en Europa. Entre 2009 y 2012, Portugal, Italia, Grecia, Irlanda y España redujeron sus gastos presupuestarios 6,4% en promedio, afectando así gravemente los servicios de salud y educación. Se justifica esta política con una penuria de recursos; pero se liberaron sumas considerables para reflotar el sector financiero. En Portugal, en Grecia y en Irlanda, los montos de este “salvataje bancario” sobrepasan el total de los salarios anuales.
Mientras la crisis golpea duramente a los pueblos europeos, se les continúa imponiendo recetas que fracasaron en todo el mundo.
Tomemos el ejemplo de Chipre. Como siempre, el problema comenzó con la desregulación del sector financiero. En 2012, su mala gestión se volvió insostenible. Los bancos chipriotas, en particular el Banco de Chipre y el Banco Laiki, le habían otorgado a Grecia préstamos privados por un monto superior al Producto Interno Bruto (PIB) chipriota. En abril de 2013, la “troika” –el FMI, el Banco Central Europeo (BCE) y la Comisión Europea– propuso un “salvataje” de 10.000 millones de euros. Lo condicionó a un programa de ajuste que incluía la reducción del sector público, la supresión del sistema de jubilación por repartición para los nuevos funcionarios, la privatización de las empresas públicas estratégicas, medidas de ajuste presupuestario hasta 2018, la limitación de los gastos sociales y la creación de un “fondo de salvataje financiero” cuyo objetivo es mantener a los bancos y resolver sus problemas, además del congelamiento de los depósitos superiores a 100.000 euros.
Nadie duda de que se necesiten reformas, ni de que se tengan que corregir graves errores, incluso originales: la Unión Europea integró países con diferenciales de productividad muy importantes que los salarios nacionales no reflejaban. Lo cierto es que, en lo esencial, las políticas aplicadas no buscan salir de la crisis al menor costo para los ciudadanos europeos, sino garantizar el pago de la deuda a los bancos privados.
Hemos hablado de los países endeudados. ¿Qué hay de los particulares incapaces de reembolsar sus préstamos? Tomemos el caso de España. La falta de regulación y el acceso demasiado fácil al dinero de los bancos españoles generaron una inmensa cantidad de créditos hipotecarios, que galvanizaron la especulación inmobiliaria. Los mismos bancos buscaban los clientes, estimaban el precio de su vivienda y siempre les prestaban de más para la compra de un auto, de muebles, de electrodomésticos, etcétera .
Cuando estalló la burbuja inmobiliaria, el prestatario de buena voluntad ya no podía pagarle a su prestador: ya no tenía trabajo. Le sacaron su vivienda, pero esta valía mucho menos que cuando él la compró. Su familia quedó en la calle y endeudada de por vida. En 2012, se registraron cada día más de doscientos desalojos, lo que explica gran parte de los suicidios en España…
El triunfo de la técnica
Se plantea una pregunta: ¿por qué no se recurre a remedios que parecen evidentes, y por qué siempre se repite el escenario de lo peor? Porque el problema no es técnico, sino político. Está determinado por una relación de fuerzas. ¿Quién dirige nuestras sociedades? ¿Las personas o el capital?
El mayor daño que le hemos ocasionado a la economía es el haberla sustraído de su naturaleza original de economía política. Se nos ha hecho creer que todo era técnico; a la ideología se la disfrazó de ciencia, y, alentándonos a hacer abstracción de las relaciones de fuerza en el seno de una sociedad, se nos puso a todos al servicio de los poderes dominantes, de lo que yo llamo el “imperio del capital”.
La estrategia del endeudamiento intensivo que engendró la crisis de la deuda latinoamericana no apuntaba a ayudar a nuestros países a desarrollarse. Obedecía a la urgencia de colocar los excesos de dinero que inundaban los mercados financieros del “Primer Mundo”, los petrodólares que los países árabes productores de petróleo habían confiado a los bancos de los países desarrollados.
Esa liquidez provenía del alza de los precios del petróleo que le había seguido a la guerra de octubre de 1973, precios que habían sido mantenidos a niveles elevados por la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Entre 1975 y 1980, los depósitos en los bancos internacionales pasaron de 82.000 millones de dólares a 440.000 millones de dólares (1.226.000 millones de dólares actuales).
Ante la necesidad de colocar sumas de dinero tan importantes, el “Tercer Mundo” se volvió un sujeto de crédito. Así se empezó a ver desfilar, a partir de 1975, a los banqueros internacionales deseosos de colocar toda suerte de créditos –incluso para financiar los gastos corrientes y la compra de armas a los dictadores militares que gobernaban muchos Estados–. Estos diligentes banqueros, que jamás habían estado en la región, ni siquiera como turistas, de todos modos trajeron grandes valijas de coimas para funcionarios, con el objetivo de hacerlos aceptar nuevos préstamos, fuera cual fuese el pretexto. Al mismo tiempo, los organismos financieros internacionales y las agencias de desarrollo siguieron vendiendo la idea según la cual la solución era endeudarse.
Si la independencia de los bancos centrales sirve, en los hechos, para garantizar la continuidad del sistema independientemente del veredicto de las urnas, ésta fue impuesta como una necesidad “técnica” a principios de los años 90, justificada por supuestos estudios empíricos que demostraban que un dispositivo semejante generaba mejores desempeños macroeconómicos. Según estas “investigaciones”, los bancos centrales independientes podían actuar de manera “técnica”, lejos de las presiones políticas perniciosas.
Con un argumento tan absurdo, del mismo modo habría que volver autónomo al Ministerio de Economía, ya que también la política presupuestaria debería ser puramente “técnica”. Como lo ha sugerido Ronald Coase, galardonado con el Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, los resultados de estos estudios se explicaban: se habían torturado los datos hasta que dijeran lo que se les quería hacer decir.
En el período que precedió a la crisis, los bancos centrales autónomos se consagraron exclusivamente a mantener la estabilidad monetaria, es decir, a controlar la inflación, a pesar del hecho de que los bancos centrales habían cumplido un rol fundamental en el desarrollo de países como Japón o Corea del Sur. Hasta los años 70, el objetivo fundamental de la Reserva Federal estadounidense era favorecer la creación de empleos y el crecimiento económico; fue recién con las presiones inflacionarias de principios de los 70 que el objetivo de mantener la estabilidad de los precios se sumó al paquete.
La prioridad concedida a la estabilización de los precios también significa, en la práctica, el abandono de las políticas que apuntan a mantener el pleno empleo de los recursos en la economía. Al punto tal que en vez de atenuar los episodios de recesión y de desempleo, la política presupuestaria, al comprimir sin cesar los gastos, los agrava.
Los bancos centrales llamados “independientes” que sólo se preocupan de la estabilidad monetaria son parte del problema, no de la solución. Son uno de los factores que le impiden a Europa salir más rápidamente de la crisis.
Las capacidades europeas están sin embargo intactas; disponen de todo: el talento humano, los recursos productivos, la tecnología. Yo creo que de esto hay que sacar importantes conclusiones: se trata acá de un problema de coordinación social, es decir, de política económica de la demanda, o como se la quiera llamar. En cambio, las relaciones de poder dentro de estos países y a nivel internacional son del todo favorables al capital, principalmente financiero, razón por la cual estas políticas no son aplicadas o se aplican de una manera contraria a lo que sería socialmente deseable.
Bombardeados por la supuesta ciencia económica y por las burocracias internacionales, muchos ciudadanos están convencidos de que “no hay alternativa”. Se equivocan.
El presidente ecuatoriano, Rafael Correa, analiza con claridad cómo la respuesta a las crisis latinoamericanas de los años 80 y 90 fue la puesta de los Estados al servicio de los organismos financieros, en perjuicio de los pueblos. Observa con asombro que, en la actual crisis europea, vuelven a ser los dictados del capital los que señalan el camino.
Nosotros los latinoamericanos somos expertos en crisis. No porque seamos más inteligentes que los demás, sino porque las hemos sufrido todas. Y las hemos gestionado terriblemente mal, pues sólo teníamos una prioridad: defender los intereses del capital, a riesgo de hundir a toda la región en una prolongada crisis de la deuda. Hoy miramos con preocupación cómo Europa toma a su vez el mismo camino.
En los años 70, los países latinoamericanos entraron en una situación de endeudamiento externo intensivo. La historia oficial afirma que esta situación fue el resultado de las políticas aplicadas por gobiernos “irresponsables” y los desequilibrios acumulados como consecuencia del modelo de desarrollo adoptado por el subcontinente después de la Segunda Guerra: la creación de una industria capaz de producir localmente los productos importados o la “industrialización por sustitución de importaciones”.
Este endeudamiento intensivo, en los hechos, fue promovido –e incluso impuesto– por los organismos financieros internacionales. Su supuesta lógica pretendía que gracias al financiamiento de proyectos de alta rentabilidad, que en aquel momento abundaban en los países del Tercer Mundo, se alcanzaría el desarrollo, mientras que el rendimiento de esas inversiones permitiría reembolsar las deudas contraídas.
Eso duró hasta el 13 de agosto de 1982, momento en que México se declaró incapaz de reembolsar las sumas correspondientes. A partir de entonces, toda América Latina tuvo que sufrir la suspensión de los préstamos internacionales, al mismo tiempo que un brutal aumento de las tasas de interés de sus deudas. Préstamos que habían sido contraídos al 4% o al 6%, pero con tasas variables, de golpe alcanzaron el 20%. Mark Twain decía: “Un banquero es alguien que te presta un paraguas cuando hay sol y te lo saca apenas empieza a llover”.
Así empezó nuestra “crisis de la deuda”. Durante la década del 80, América Latina realizó hacia sus acreedores una transferencia neta de recursos de 195.000 millones de dólares (cerca de 554.000 millones de dólares al valor actual). Al mismo tiempo, la deuda externa de la región pasaba sin embargo de 223.000 millones de dólares en 1980 a… ¡443.000 millones de dólares en 1991! No porque se hubieran tomado nuevos créditos, sino a causa de la refinanciación y la acumulación de intereses.
De hecho, el subcontinente vio el final de la década del 80 con los mismos niveles de ingreso per cápita que a mediados de los años 70. Se habla de una “década perdida” para el desarrollo. En realidad, si hablamos de pérdida, fue toda una generación la que se perdió.
Aunque las responsabilidades hayan sido compartidas, los países centrales, las burocracias internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y los bancos privados internacionales, desde luego redujeron la dificultad a un problema de sobreendeudamiento de los Estados (overborrowing). Nunca asumieron su propio rol en el otorgamiento de créditos concedidos de manera irresponsable (overlending), su contrapartida.
Las severas crisis presupuestarias y de endeudamiento externo generadas por la transferencia neta de recursos de América Latina hacia sus acreedores llevaron a buena cantidad de países de la región a redactar “cartas de intención” dictadas por el FMI. Estos apremiantes acuerdos permitían obtener préstamos del organismo, así como su aval en la renegociación de las deudas bilaterales con los países acreedores, reunidos en el seno del Club de París.
Esos programas de ajuste estructural y de estabilización impusieron las recetas de siempre: austeridad presupuestaria, aumento del precio de los servicios públicos, privatizaciones, etcétera. Medidas mediante las cuales no se buscaba salir lo antes posible de la crisis, ni estimular el crecimiento o el empleo, sino garantizar el reembolso de los créditos de los bancos privados. A fin de cuentas, los países implicados seguían estando endeudados, ya no con esos establecimientos, sino con los organismos financieros internacionales que protegían los intereses de los bancos.
A principios de los años 80, un nuevo modelo de desarrollo empezó a imponerse en América Latina y en el mundo: el neoliberalismo. A este nuevo “consenso” acerca de la estrategia de desarrollo se lo conoció como “Consenso de Washington”, y sus principales creadores y promotores eran los organismos financieros multilaterales con sede en Washington, como por ejemplo el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos de América. Según la lógica en boga, la crisis en América Latina se debía a una intervención excesiva del Estado en la economía, a la ausencia de un sistema adecuado de precios libres y al distanciamiento de los mercados internacionales –quedando claro que estas características se desprendían del modelo latinoamericano de industrialización por sustitución de importaciones–.
Como consecuencia de una campaña de marketing ideológico sin precedentes maquillada como investigación científica, y de las presiones directas ejercidas por el FMI y el Banco Mundial, la región pasó de un extremo al otro: de la desconfianza en el mercado y la confianza excesiva en el Estado, al librecambio, la desregulación y las privatizaciones.
La crisis no fue sólo económica; resultó de una carencia de dirigentes e ideas. Tuvimos miedo de pensar por nosotros mismos y aceptamos de manera tan pasiva como absurda las imposiciones externas.
Déjà vu en Europa
La descripción de la crisis que atravesó Ecuador le será acaso familiar a muchos europeos. La Unión Europea sufre de un endeudamiento producto de, y agravado por, el fundamentalismo neoliberal. Respetando la soberanía y la independencia de cada región del mundo, nos sorprende constatar que Europa, a pesar de ser tan ilustrada, repite en cada punto los errores que ayer cometió América Latina.
Los bancos europeos le prestaron a Grecia pretendiendo no ver que el déficit presupuestario griego era cerca de tres veces mayor al que declaraba el Estado. Se vuelve a plantear el problema de un sobreendeudamiento del que se omite evocar la contrapartida: el exceso de crédito. Como si el capital financiero nunca tuviese ningún tipo de responsabilidad.
De 2010 a 2012, el desempleo alcanzó niveles alarmantes en Europa. Entre 2009 y 2012, Portugal, Italia, Grecia, Irlanda y España redujeron sus gastos presupuestarios 6,4% en promedio, afectando así gravemente los servicios de salud y educación. Se justifica esta política con una penuria de recursos; pero se liberaron sumas considerables para reflotar el sector financiero. En Portugal, en Grecia y en Irlanda, los montos de este “salvataje bancario” sobrepasan el total de los salarios anuales.
Mientras la crisis golpea duramente a los pueblos europeos, se les continúa imponiendo recetas que fracasaron en todo el mundo.
Tomemos el ejemplo de Chipre. Como siempre, el problema comenzó con la desregulación del sector financiero. En 2012, su mala gestión se volvió insostenible. Los bancos chipriotas, en particular el Banco de Chipre y el Banco Laiki, le habían otorgado a Grecia préstamos privados por un monto superior al Producto Interno Bruto (PIB) chipriota. En abril de 2013, la “troika” –el FMI, el Banco Central Europeo (BCE) y la Comisión Europea– propuso un “salvataje” de 10.000 millones de euros. Lo condicionó a un programa de ajuste que incluía la reducción del sector público, la supresión del sistema de jubilación por repartición para los nuevos funcionarios, la privatización de las empresas públicas estratégicas, medidas de ajuste presupuestario hasta 2018, la limitación de los gastos sociales y la creación de un “fondo de salvataje financiero” cuyo objetivo es mantener a los bancos y resolver sus problemas, además del congelamiento de los depósitos superiores a 100.000 euros.
Nadie duda de que se necesiten reformas, ni de que se tengan que corregir graves errores, incluso originales: la Unión Europea integró países con diferenciales de productividad muy importantes que los salarios nacionales no reflejaban. Lo cierto es que, en lo esencial, las políticas aplicadas no buscan salir de la crisis al menor costo para los ciudadanos europeos, sino garantizar el pago de la deuda a los bancos privados.
Hemos hablado de los países endeudados. ¿Qué hay de los particulares incapaces de reembolsar sus préstamos? Tomemos el caso de España. La falta de regulación y el acceso demasiado fácil al dinero de los bancos españoles generaron una inmensa cantidad de créditos hipotecarios, que galvanizaron la especulación inmobiliaria. Los mismos bancos buscaban los clientes, estimaban el precio de su vivienda y siempre les prestaban de más para la compra de un auto, de muebles, de electrodomésticos, etcétera .
Cuando estalló la burbuja inmobiliaria, el prestatario de buena voluntad ya no podía pagarle a su prestador: ya no tenía trabajo. Le sacaron su vivienda, pero esta valía mucho menos que cuando él la compró. Su familia quedó en la calle y endeudada de por vida. En 2012, se registraron cada día más de doscientos desalojos, lo que explica gran parte de los suicidios en España…
El triunfo de la técnica
Se plantea una pregunta: ¿por qué no se recurre a remedios que parecen evidentes, y por qué siempre se repite el escenario de lo peor? Porque el problema no es técnico, sino político. Está determinado por una relación de fuerzas. ¿Quién dirige nuestras sociedades? ¿Las personas o el capital?
El mayor daño que le hemos ocasionado a la economía es el haberla sustraído de su naturaleza original de economía política. Se nos ha hecho creer que todo era técnico; a la ideología se la disfrazó de ciencia, y, alentándonos a hacer abstracción de las relaciones de fuerza en el seno de una sociedad, se nos puso a todos al servicio de los poderes dominantes, de lo que yo llamo el “imperio del capital”.
La estrategia del endeudamiento intensivo que engendró la crisis de la deuda latinoamericana no apuntaba a ayudar a nuestros países a desarrollarse. Obedecía a la urgencia de colocar los excesos de dinero que inundaban los mercados financieros del “Primer Mundo”, los petrodólares que los países árabes productores de petróleo habían confiado a los bancos de los países desarrollados.
Esa liquidez provenía del alza de los precios del petróleo que le había seguido a la guerra de octubre de 1973, precios que habían sido mantenidos a niveles elevados por la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Entre 1975 y 1980, los depósitos en los bancos internacionales pasaron de 82.000 millones de dólares a 440.000 millones de dólares (1.226.000 millones de dólares actuales).
Ante la necesidad de colocar sumas de dinero tan importantes, el “Tercer Mundo” se volvió un sujeto de crédito. Así se empezó a ver desfilar, a partir de 1975, a los banqueros internacionales deseosos de colocar toda suerte de créditos –incluso para financiar los gastos corrientes y la compra de armas a los dictadores militares que gobernaban muchos Estados–. Estos diligentes banqueros, que jamás habían estado en la región, ni siquiera como turistas, de todos modos trajeron grandes valijas de coimas para funcionarios, con el objetivo de hacerlos aceptar nuevos préstamos, fuera cual fuese el pretexto. Al mismo tiempo, los organismos financieros internacionales y las agencias de desarrollo siguieron vendiendo la idea según la cual la solución era endeudarse.
Si la independencia de los bancos centrales sirve, en los hechos, para garantizar la continuidad del sistema independientemente del veredicto de las urnas, ésta fue impuesta como una necesidad “técnica” a principios de los años 90, justificada por supuestos estudios empíricos que demostraban que un dispositivo semejante generaba mejores desempeños macroeconómicos. Según estas “investigaciones”, los bancos centrales independientes podían actuar de manera “técnica”, lejos de las presiones políticas perniciosas.
Con un argumento tan absurdo, del mismo modo habría que volver autónomo al Ministerio de Economía, ya que también la política presupuestaria debería ser puramente “técnica”. Como lo ha sugerido Ronald Coase, galardonado con el Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, los resultados de estos estudios se explicaban: se habían torturado los datos hasta que dijeran lo que se les quería hacer decir.
En el período que precedió a la crisis, los bancos centrales autónomos se consagraron exclusivamente a mantener la estabilidad monetaria, es decir, a controlar la inflación, a pesar del hecho de que los bancos centrales habían cumplido un rol fundamental en el desarrollo de países como Japón o Corea del Sur. Hasta los años 70, el objetivo fundamental de la Reserva Federal estadounidense era favorecer la creación de empleos y el crecimiento económico; fue recién con las presiones inflacionarias de principios de los 70 que el objetivo de mantener la estabilidad de los precios se sumó al paquete.
La prioridad concedida a la estabilización de los precios también significa, en la práctica, el abandono de las políticas que apuntan a mantener el pleno empleo de los recursos en la economía. Al punto tal que en vez de atenuar los episodios de recesión y de desempleo, la política presupuestaria, al comprimir sin cesar los gastos, los agrava.
Los bancos centrales llamados “independientes” que sólo se preocupan de la estabilidad monetaria son parte del problema, no de la solución. Son uno de los factores que le impiden a Europa salir más rápidamente de la crisis.
Las capacidades europeas están sin embargo intactas; disponen de todo: el talento humano, los recursos productivos, la tecnología. Yo creo que de esto hay que sacar importantes conclusiones: se trata acá de un problema de coordinación social, es decir, de política económica de la demanda, o como se la quiera llamar. En cambio, las relaciones de poder dentro de estos países y a nivel internacional son del todo favorables al capital, principalmente financiero, razón por la cual estas políticas no son aplicadas o se aplican de una manera contraria a lo que sería socialmente deseable.
Bombardeados por la supuesta ciencia económica y por las burocracias internacionales, muchos ciudadanos están convencidos de que “no hay alternativa”. Se equivocan.
0 Comentarios